sábado, 3 de diciembre de 2011

Cantigas y cárceles. Juan Manuel Macías.



Todavía palpita la carne y el verbo en “Tránsito” y Juan Manuel Macías ya nos sorprende -¡y de qué manera!- con una nueva entrega poética. “Cantigas y cárceles” está cantado en el envés de “Tránsito”, la misma voz interpreta una nueva partitura: estábamos todavía atrapados en el fuego circular de su Partenio y ya este poeta incendiario prende fuego a un bosque de endecasílabos en el otro extremo del horizonte, crepita el verso en la espiral gramatical de las pavesas, la loca matemática de la rima marca el pulso del vuelo, “una rima es un péndulo muy serio, / arco iris con billete de ida y vuelta / de tus párpados al centro del misterio”.

Acendrada arquitectura formal donde resuena un amor sin ataduras por la mejor poesía escrita en nuestra lengua, Góngora empuja el alba por el Callejón del Gato y reclina su ebriedad en el hombro deshilachado de Max Estella. Ronda de planetas, el corro ciego de los astros es metrónomo del alma. Con la tenacidad del carrusel y el péndulo el poeta hace recuento de pasiones, “un ir y venir pensativo de pies descalzos”, motor inmóvil que hace girar el poema en tragicómica danza de “náyades con gafas”. El humor como última máscara de la desolación. En el pórtico de este libro afirma Gerardo Diego: “Yo no sé hacer sonetos más que amando”; Juan Manuel Macías, como cualquiera de nosotros, sólo sabe reír con el corazón abierto.


(UN POEMA DE "CANTIGAS Y CÁRCELES")

ITINERARIOS

Mi camisa tendida mide el torso del viento
si amanece tiznada de astronomía
y en sus ojales quedan prendidos raros verbos
o un catálogo gentil de despedidas.

Qué madrigal tan cierto aquella plaza
que gira y gira en torno a la pregunta
veladamente formulada cuando
los piratas rasgaban los atardeceres
y no había más lágrimas que un pétalo de mundo
olvidado al final de cualquier escalera.

Sólo el viento conoce, amigos míos,
el engranaje tierno de los mármoles,
los cóncavos rumores que edifican
esa melancolía sin destino
que cabalga en los árboles fugaces.

Un tráfago nervioso,
un ir y venir pensativo de pies descalzos
importuna la antigua tertulia de las nubes.
Las calles mustias huyen en bandadas.
Se acumulan los naipes dorados de los días
en mi mesa gastada de preguntas.
Pero, tenaz, aún brilla la esperanza
en las gotas de lluvia que inventan alfabetos
sobre la frente de los autobuses.

Con el tiempo se aprende a interpretar esquinas,
a peinar con desvelos a las infantas de las horas,
a caer honestamente por un silbo de ausencia,
a sacar sin pudor de los altillos
esos abrazos truncos que nunca se trenzaron.
Y a sospechar también que el espejo nos habla
con palabras de agua, con la luna inminente,
con el tiempo.

Abrir la puerta en la primera página,
mirar el amarillo de los mapas perdidos,
aventura y delirio del amor:
si me pierdo buscadme
en el envés azul del horizonte,
en la proa tajante de una aurora encendida,
en el regazo de las amapolas
o ante un escaparate de noviembre
donde aún se sigue hundiendo la Atlántida con trenes de juguete.

El viento colecciona arrullos de gaviotas
y los lleva de puerto en puerto en su amarga
mochila de buhonero.
                                       Sólo el viento
de balcón en balcón, de mano en mano,
trafica con los húmedos cabellos
de la mujer que emprende su espiral.

Hay tejados que tejen un lienzo de espuma
y ventanas que guardan la noche de los arces.
Si interrogáis a algunos bulevares
veréis a las sirenas tocar el organillo
en todos los relojes atrasados,
y a un banco vagabundo por el parque
esconder con pudor esa ceniza música
de cada primavera desenterrada.

La estrella centinela devolverá al hogar
un rebaño disperso de cantigas y cárceles,
y nadie habrá de nuevo que reclame
el color olvidado en un vagón de metro.

Las calles sin remedio,
por complacer al último viajero,
morirán otra vez en los brazos del viento.