domingo, 15 de septiembre de 2019

EL ARRIBAJE: ENTRE LA POÉTICA Y LA BIOGRAFÍA.



por Maurizio Medo



Desde mi hacer en la escritura — quiero insistir en el uso del verbo “hacer” en vez de resignarme y aceptar la existencia de una posible “condición”, aquella que subtitula: “ser” poeta,  como si se tratara de algo muy semejante a un título nobiliario— me veo como uno de esos anónimos obreros afanados en construir la torre de Babel[1]. Pero, a diferencia de ellos, sé que esa torre, tarde o temprano, se derrumbará. Es a través del mito de Babel que intento explicarme el hecho de que un grupo de individuos se dedique a escribir hoy en día a pesar del calentamiento global, de la falta de agua, de los sismos y de los desastres naturales, de las crisis financieras, de los atentados del Daesh arrasando todo el continente europeo, y a pesar, también, de la ausencia de un “público lector”. Sin embargo, cuando trato de plantearme una explicación lógica para así argumentar por qué se escriben, por qué escribimos poemas, inmediatamente me asalta la duda, ¿por qué en vez de ello mejor no contentarnos con utilizar el idioma para fines mucho más prácticos y útiles como poner al día todos los libros contables?

En mi caso la historia se gestó por una suerte de voluntad ajena: mi familia fue un poema.
Crecí en una casa adonde se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en croata.  Y dado que en casa todos eran migrantes, dejé la infancia sin saber bien de dónde provenía ni adónde había llegado. Desde muy pequeño experimenté la extraña sensación, a veces terrible, de ser el “proveniente” no de otro país, como fue el caso de mis progenitores, sino de una suerte de limbo o de mundo paralelo. No hubo nada ni nadie que me ayudara a disipar las dudas sobre mis orígenes. Muy por el contrario, quien lo intentara conseguía solo que todo resultara aún más complejo. Fue un pandemónium.   

En ese entonces, a mí no me interesaba tanto conocer el sentido de las cosas que pudieran rodearme, todas, para mí muy extrañas, sino poder comprender el idioma a través del cual querían hablarme. Ocurría que, en casa, por ejemplo, un día, flor resultaba igual que decir fiore o cvijet (dependiendo del estado de ánimo y de quién lo dijera) pero, paradójicamente, solamente en nuestros parques yo podía encontrar esos brotes bermejos de esterlicias, cuyo color paradisiaco alumbró buena parte de mi infancia. Entonces un día, igual que el viejo Parra, decidí que todas las flores debían llamarse simplemente, esterlicias. El sonido de algunas palabras me cautivaba de una manera inexplicable.  Siguiendo con esta fórmula, quizá un empeño manco para rebautizar el mundo, todos los pájaros pasaron a llamarse alipálidos, las nubes, núboles, y los distintos sonidos, que arbitrariamente decidí como los propios para reconocer las cosas, con el tiempo se fueron transformando en inesperados generadores de sentidos para así enfrentar la realidad —y empezar a descubrir que hablamos en un lenguaje que no existe. Sin quererlo me convertí en traductor y, siendo muy joven, empecé a intuir, aunque de un modo incipiente, a la poesía como el arte de la traducción de lo invisible—pero esto recién lo comprobaría muchos años después.

Mi nonno, Onorio Ferrero, representaba para mí a la sabiduría. En su estudio uno podía encontrar incluso textos incunables, escritos en sánscrito, esperanto y chino mandarín.  Onorio dominaba once idiomas, lenguas muertas incluidas, y en aquel recinto—casi un templo para mí—sobre un atril de caoba, como uno de esos que encontramos en el altar de ciertas iglesias, descansaba un libro voluminoso, el cual parecía custodiar celosamente el lugar. Su canto era de color granate oscuro y revelaba su título grabado en letras relucientes de pan de oro. La edición del mismo era de 1832.

Incluso antes de saber leer me aproximaba a su rincón con sumo cuidado. Lo que me subyugaba, aparte de la ubicación privilegiada que se le había elegido, eran los dibujos que escondía, los que mostraban escenas terribles, pero, al mismo tiempo, tan perfectas, que uno no podía hacer más que admirarlas intuyendo que, tal vez, en cada una de ellas, había mediado la mano inefable de lo sagrado. ¡Qué duda ¡en aquel libro—pensaba, iluso—se encontraban las Sagradas Escrituras.   

Unos años después de esta revelación, en el colegio—tuve la buena o mala suerte de estudiar con los jesuitas—se nos mencionó la palabra “biblia”, como el libro que cual, pretendidamente, se revelaba mi hallazgo. Comenzaron los problemas. Yo creía que ese libro, en cuyo lomo se había inscrito otro título, era denominado popularmente así, la “biblia”. Estaba tan convencido que el día en que mi Padre Espiritual me preguntó si había leído, al menos una vez, algo de las Sagradas Escrituras, y era capaz de recordar una parábola, o cuando menos el pasaje de una, sin dudar, declamé orgulloso: Del camino a mitad de nuestra vida/ encontréme por una selva oscura, / que de derecha senda era perdida. No tuve tiempo de referirme a la parábola—en ese entonces no sabía aún qué era una parábola— de Francesca Di Rimini, ni tampoco para hablar de la belleza de Beatrice Portinari. Y casi el suficiente para ocasionar una muerte por asfixia, pues el Padre Vicente, un afable octogenario, casi ahoga a causa de tantas carcajadas. Hoy puedo afirmar que La Divina Comedia fue para mí un libro sagrado, aunque no aquél sindicado por el catolicismo.  

Quizá por el ánimo de reivindicarlo decidí escribir uno que, siglos después, pudiera ser así considerado. Empecé a trabajar en su edición. Diariamente, y esto al menos durante unos 5 o 6 años ininterrumpidos. Garabateaba viñetas, escribía pequeños textos, algunos de ellos alusivos a esas ilustraciones, en otros, mamotretos carentes de cualquier sustento, en los cuales el italiano y el español, aparecían fundidos en una sola amalgama. Reunía “mis lenguajes” en un solo bestiario. Cuando quise detener esta práctica ya fue tarde.  En las imprentas de Jaime Campodónico se había horneado mi primer libro, uno que no refleja mi verdadera intención, y que, como todo libro de juventud, provoca en mí ese insoportable pudor, salvo que uno sea francés y se apellide Rimbaud. Fue en 1988. Cinco años antes, la caída de los precios de los metales inició una preocupante crisis económica, reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte aumento de la inflación y la devaluación del sol. Arreciaban los fuegos de la guerra interna, que cesarían “oficialmente” en 1992 con la captura de Abimael Guzmán, luego de que los enfrentamientos entre las fuerzas sediciosas y las oficiales, dejaran un saldo de 70,000 víctimas, entre muertos y desaparecidos. Por ello, suelo decir, que los poetas de mi generación empezamos a escribir entre cadáveres.   Mientras campesinos inocentes morían en los poblados rurales de Chuschi o Huanta, en casa se hacían y deshacían planes de emergencia. La posibilidad de migrar siempre estuvo latente, era lo natural. Podía ser a Italia, aunque Yugoslavia también nos ofrecía la vieja casa familiar. Justo cuando mi padre terminó de decidirse a emprender el viaje de retorno, volveríamos a la casa de los Medo en Dubrovnik, se inició el conflicto armado entre croatas y bosnios. No hubo más Yugoslavia. Mi padre quedó sin país. Mientras que la idea de Italia se vino abajo pues mi nonna llegó a la conclusión de que aquella, la de sus recuerdos, no tenía mucho en común con aquella del imperio de la Fiat. No hubo más dónde partir y, en un plano más íntimo, adónde pertenecer.   

Si el Perú se desangraba herido por causa de la guerra interna, Yugoslavia pasó a convertirse en una recién difunta. “Hay que encaminarse”, solía repetir mi padre, pero el Perú no es un país fácil, y menos para un inmigrante. Los hijos de inmigrantes crecemos a la par que la melancolía por lugares que, pese a quererlos, sabemos que nunca nos pertenecerán. El desasosiego que experimentaba entonces, y esto era muy profundo. De pronto me descubrí como un outsider quien no dejaba de preguntarse cómo construir un espacio en dónde mantener “vivos” los países que la historia me obligó a tener que cargar a cuestas, había crecido con ellos sobre el hombro; y qué hacer para mantener intactas sus culturas. Era muy difícil pues había heredado la mayoría de sus tradiciones tan solo de a oídas. Y al mismo tiempo el deseo de conservar el impacto que tuvieron en mí parecían constituirse en un estorbo al querer cumplir mi sueño de pertenecer al país adonde llegué. Cuando me encontraba al borde de la desolación, pues de nada sirvieron los psicólogos a los que me llevaban casi como a un cobayo, con el fin de experimentar “métodos alternativos”, apareció con la luz de la revelación —una muy semejante a la que, años atrás, pude sentir frente al libro de il Dante—pero también con las inevitables mezquindades de lo cotidiano, la poesía.  Me convencí de que, valiéndome de ella, yo podría ser capaz de construir ese utópico espacio en el cual mantener vivas las culturas que había heredado y, al mismo tiempo, empezar a pertenecer al país, uno que me permitía ser un “anfibio”, es decir, respirar el aire de mis realidades paralelas. Pero, poco a poco, empecé a comprender que escribir poesía iba más allá, que se trataba de un oficio el cual, constantemente, me exigía situarme al límite del lenguaje, casi a la salida de lo dictado por una lengua y, muy probablemente, tener que resignarme a convivir con la nada, perdido en el “territorio de lo indecible”, pues, lo creo todavía, no existe, no puede existir, otro espacio propicio para “ser poeta”, tal como lo insinué al iniciar esta charla. 

Sin embargo, al momento de conocer lo que escribían los otros —mediante diversas antologías de bolsillo que versaban sobre lo conocido con un lenguaje más conocido aún— me sentí muy a disgusto ante lo que parecía significar ser poeta.  No me gustaban, no me gustan, los poemas. Yo buscaba, intentaba algo diferente, tanto que, inclusive me sentí más cercano a las letras que, en esos años —quizá los más fecundos para el rock en español— se podían oír gracias a la frecuencia modulada: tu imaginación me programa en vivo, /llego volando y me arrojo sobre ti, /salto en la música, entro en tu cuerpo… “cometa halley, copula y ensueño. Por ello no es de extrañar que fuese a través del rock, y su movida subterránea, que conocí a uno de los poetas peruanos que más respeto y quiero: Róger Santiváñez —en aquellos años, manager del grupo subterráneo Leuzemia, mientras que yo, algunos años menor que Róger, componía letras con mi amiga Patricia Roncal, María T-ta. Pero no debemos confundirnos: hay que aprender a leer los textos no solamente como parte de un todo, es decir como parte de una tradición. El riesgo de leer poemas exclusivamente “desde la tradición” –y no por lo que exigen en sí mismos– es el de confundir tradición con sistema, un sistema que legitima solo ciertos patrones de funcionamiento, aquellos que entroniza el reseñismo por resultarles convenientes. El problema de leer desde la tradición resulta muy similar al del especialista que actúa como un sommelier, el cual recomienda determinado tipo de vino para determinada ocasión y no por el aroma de su bouquet, sino por las semejanzas que este pueda tener con una cosecha de antaño, siempre que sea de su agrado, algo totalmente subjetivo.

¿Qué buscaba yo? Exactamente lo que hoy: algo que no sea totalmente de la realidad —para eso bastan los diarios colgados como piernas de jamón en los cordeles de los kioskos amarillistas— pues, al menos para mí, lo poético era, y aún es, aquello que consigue producir en nosotros tal asombro que termina por imponerse sobre el orden lógico, incluso el que regula los sentidos. Un lampo que pude encontrar en los campos de labranda surcados por el verbo de Martín Adán —a quien conocí en un encuentro que fue para mí definitivo— en la música belliana o en los reinos de Jorge Eduardo Eielson, poetas clásicos, de otras galaxias. Seres de una especie que parece haberse extinguido.

En ese entonces, expulsado de mi casa, sin terminar de comprender del todo la naturaleza del país que me había tocado en suerte, e incapaz de sintonizar con la idea de una militancia generacional, me decidí por apostarlo todo en la edición de ese libro imposible, el que empecé a escribir en la pubertad, tal vez, para no abandonar del todo la infancia, un terreno seguro, pero sabiendo, también, que jamás lo concluiría.  Así empecé a construir mi invisible Babel. 

Han transcurrido los años y no quiero ser mezquino. En el Perú se escribe magníficamente “bien” pero, para mí, esto no basta. Escribir “bien”, entre comillas, no garantiza una buena poesía, tal vez sí, y solo, buenos poemas. 

Hace unas semanas un alumno me preguntó quiénes fueron mis maestros. Yo creo que un gran maestro es ante todo un gran artista y hay tan pocos como hay grandes artistas.  Sin embargo, no podría dejar de lado a la figura de Emilio Adolfo Westphalen, quien, además de gran poeta fue un excelente ensayista, crítico y comentador de poesía. Tampoco a Javier Sologuren ni a Jorge Eduardo Eielson. Al poeta uruguayo Eduardo Milán, con quien, aparte de una amistad a prueba de balas, compartimos muchas visiones con respecto a la significación de la poesía latinoamericana. A Raúl Zurita, sobre todo a Zurita. Para que se formen una idea de la forma de ser de Raúl les contaré algo: una tarde de Halloween recibí un email, en donde debía aparecer el “asunto” del mismo aparecían una serie de signos de exclamación. Esto me inquietó y me apresuré a leer el email: “Te cuento una policial querido Mauro. Anoche, en la más dura, nos asaltaron en casa a las 11 de la noche. Yo estaba solo con el niño más chico y a la Paulina la encañonaron cuando entraba el auto. Entraron así. Eran seis tipos con máscaras de Halloween y todos con pistolas. Nos amarraron y nos cubrieron con una frazada, pero no nos hicieron nada fuera de los empujones. Se pelaron el auto, tres computadoras, unas cuantas huevadas más: equipos de música, DVD, ‘joyas’, pero lo que no cacho es que se hayan llevado mi cagada de celu que era del año de la corneta. Como uno es muy loco yo recién había terminado un poema y como me iban a pelar el compu lo recitaba de memoria mientras nos asaltaban para que no se me olvidara. La gran suerte es que la hija mayor no estaba, se había quedado a dormir con una amiga, porque allí el cuento podría haber sido totalmente otro. Tiene 16 años y es muy bonita. Menos mal. El pendex chico me impresionó, no se le movió un pelo. Hoy día almorzamos fiado en un restaurante de cerca porque nos dejaron 0 absoluto.

Nada hermanito, te lo quería contar porque con todo, fue emocionante.”


Los autores peruanos que me interesan responden al sambenito de lo insular —Reynaldo Jiménez, Magdalena Chocano, Roger Santiváñez son algunos. Curiosamente, aparecemos reunidos en la antología de Eduardo Milán Pulir huesos. Entonces tendría que suponer que, como ellos, pertenezco a esa estirpe insular, aunque no sepa bien lo que ello signifique. Se me ha llamado “experimental”, “conceptual”, “neobarroco”. En México, en un estante de la librería Péndulo existe una sección destinada a los “libros raros”. Siento una extraña satisfacción de aparecer situado ahí. No porque se trate de un lugar especialmente privilegiado (para nada) sino por los autores con quienes comparto este insignificante anaquel: Eduardo Milán, Anne Carson, Reynaldo Jiménez, Néstor Perlongher….

Pese a la gran amistad que me une al grupo de los poetas neobarrocos, yo creo más en obras que trasciendan el lastre de lo literario, que sean capaces de cruzar esa frontera. Lo intenté con Manicomio, reincidí al componer Dime novel y después con Las interferencias.  Mi propuesta trasciende el concepto de libro, una publicación solo garantiza orden, limpieza, poner en evidencia. Es ecología. La escritura de una obra, insisto va más allá. En la mía intento fusionar caóticamente los géneros, que coexista lo que pude haber escrito en cada uno de esos libros, con lo que pude haber prosado en un ensayo —incluso por una determinada coyuntura— y con lo aquello que declaro en una entrevista, aunque, a veces peque de entusiasta o parezca muy ingenuo.

Recuerdo unas declaraciones de Dylan, creo que las hizo para David Gates: Yo no soy las canciones, decía. En tal sentido, yo no soy los poemas. Ellos son receptáculos que se quiebran entre esos poemas y su fricción con la realidad: eso es lo verdaderamente poético. Quizá esto pueda explicar por qué en Latinoamérica exista tanta riqueza lingüística. Lo poético no puede más que ser eso: lo poético. Y si tuviera alguna función, solo si la tuviera, esta sería la de salvarnos de la catástrofe y no para alcanzar la gloria, sí la sobrevivencia. De lo que se trata es de contar con los recursos necesarios para saber distinguir lo que es poético de lo que no. Lo antipoético es otra cosa. Lo no-poético es despertarse para trabajar (trabajar, si no resulta kafkiano, puede ser poético) o responder al celular. Lo poético es lo infinitamente vivo, desordenado y caótico. Es aquello que jamás podrá encontrarse como algo preconcebido dentro de un plan. Se trata de aprender a esperar lo inesperado, de lo contrario no lo podrás reconocer cuando llegue. Eso lo aprendí con mi abuelo. Es aquello utilizado para dar testimonio de aquello que no se puede dar testimonio. No en español, tal vez sí contra el español. En tal sentido, el poema traduce la historia, aunque, a veces, deba o quiera valerse de palabras que no existen. Un poema —decía Pessoa—  es una impresión intelectualizada, o una idea transformada en emoción, comunicada a los otros, por medio de un ritmo. Este ritmo sitúa a la poesía fuera del idioma, es extranjera, como dije antes, pero ¿qué significa esto? El oficio del poeta es extranjero en la medida que, desde fuera de lo dictado por la norma hasta que su lenguaje recupera su condición de “productor de sentidos” y sea capaz de traducir objetos reales a través de su precisión y que, al mismo tiempo son intraducibles, esta es la gran utopía de la escritura.


Lo que vale para mí es la escritura, así a secas. Es allí donde intento hablar desde mi pertenencia al país donde nací, pero en consonancia con las tradiciones de las culturas, a las que no he dejado, ni dejaré nunca de pertenecer. Soy un anfibio. Y, hoy, consciente de mi condición, cada vez que me esfuerzo en volver a levantar la torre que sé, felizmente, se derrumbará, me encuentro ocupado en una acción que, para mí, implica volver a decir el mundo, tal y como lo aprendí, es decir, con ese lenguaje, torcido, inestable, desestructurado. Al expresarlo, hoy de un modo muy diferente, estoy reafirmándolo, y con él a la identidad y la memoria. Es la sombra de un hecho: la vida misma. 

Aún conservo la edición de La Divina Comedia. Pero esto ya no tiene mucha importancia. Luego de muchos años, puedo decir que pertenezco, lo sé cada vez que escucho a Ludy, o simplemente la contemplo, casi distraídamente sin que ella se dé cuenta, o también, por qué no, cuando discutimos, y luego, hablando a solas conmigo, me repito en silencio: hoy tengo un hogar.



[1] En el año 1913, el arqueólogo Robert Koldewey encontró los vestigios de una estructura en la ciudad de Babilonia que él identificó como la torre de Babel. Lo curioso es que esta torre –de allí que la vincule con el acto de la escritura- fue destruida y reconstruida en numerosas ocasiones. La destruyeron los asirios y los arameos. Y fue reconstruida por los príncipes caldeos. En suma, las utopías –y aquella Torre lo fue- son, finalmente, sólo un tránsito.