Texto leido por J. M. Macías en la presentación de "El ave fénix solo caga canela" en Madrid:
Ángel Cerviño ha entrado en la poesía con un libro renovador. En el fondo, todo buen poemario, entendido como objeto, propuesta, poema, lo es. De lo contrario, quedaría en simulacro o en falsete coral de escuela o escuelita. Renovación auténtica, pues no viene (como podría suponerse) a abolir ni a quitar razones. Antes bien, algunas de sus estrategias, que con urgencia o pereza podemos denominar «vanguardistas», están ahí, en su acrobacia, no sólo por el sano capricho de estar, sino además por poner a salvo otros modos y otros tonos que, insistiendo en la molicie, llamaríamos «clásicos» ¿Pero a salvo de quién o de qué? Fundamentalmente, de los clasicistas.
Los poetas siempre quieren dar algo nuevo, y su auditorio, si es exigente, escucharlo. Pero lo «nuevo» no se garantiza por acomodar el pie en la boca del poeta previo o contiguo. La gracia está más bien en no repetir el número anterior. Así de simple. Y, si se repite, que el respetable, al menos, no lo note. La imagen del poeta derribando edificios ya vacíos para erigir el suyo es una pose más de ese personaje de ficción, perito en poses, que llamamos poeta. En algún lugar inusitado, y a despecho de uno, los escombros siempre acabarán por rearmarse. Las catedrales y los puentes romanos que usted ha dinamitado regresarán de noche, junto a su cama, para urbanizarle el sueño de arcadas y pináculos y gárgolas. Cerviño sabe y demuestra que la materia prima de la poesía no es tanto el lenguaje como la voz y la dicción de los poetas de su misma lengua. Una materia histórica y anacrónica a un tiempo. Y su libro, por supuesto, es un saludable acto de libertad creadora, la libertad que declara límites, la misma libertad de la que hicieron uso Gustavo Adolfo Bécquer o el Arcipreste de Hita.
Pero no hablaré de profundidades, ni de tramoyas de símbolos o intenciones, pues el taller del poeta me está cerrado a cal y canto, siempre y cuando volvemos a reincidir en esa pregunta, tan macabra siempre, tan improcedente: ¿de qué habla, Cerviño, tu libro? O mejor: ¿de qué hablas con tu libro?
La poesía es capaz de sostener cualquier coloquio con la competencia tornadiza de un camaleón. Se nos vuelve interlocutor robusto y confiable en nuestros largos monólogos y procesos de manías. Como una aristócrata muy bien educada, nos sigue la corriente cuando le hablamos de encrucijadas, tropiezos, carencias biográficas con la alondra o la palabra alondra, la canción reproducida hasta el desgaste o, incluso, la diáspora teórica del psicoanálisis. A veces, es como el loco recién fugado del manicomio, con los bolsillos llenos de identidades rotundamente falsas. Estanque de Narciso, trajinar de ecos y más ecos donde acaso un matiz se nos viene familiar a nuestra voz, pero ya articulado en una garganta ajena o, lo que es peor, sin garganta ninguna. Tras la máscara sólo está la propia máscara. La poesía nos hace creer por un instante que sabe de todo y en realidad no sabe nada, lo que es una forma sublime de saber más que nadie.
Si la poesía es maestra de ignorancias, yo me acerco a este volumen con ignorancia, y lo pongo ante vosotros como una fruta partida por la mitad, elemental y extraño como un ensayo más, un golpe de pedal apasionado de lo que llamamos realidad.
El ave Fénix solo caga canela me desconcierta placenteramente lo mismo que una cantiga medieval. Igual es la cantiga que no pudo escribir Martín Códax, la más rara y la más secreta. La cantiga del yo desatornillado, donde el propio yo se fragmenta en todos sus personajes y metáforas. Como en una buena cantiga, no faltan las reiteraciones bimembres, la condición especular, el juego simétrico-asimétrico del leixaprén que rema hacia delante y hacia atrás.
Nuevo asombro. La poesía parece reírse aquí de sí misma usando sus propias armas. Es más. También se ríe del hecho de que se ríe de sí misma. Como en los mejores momentos del tándem artístico Góngora-Quevedo, el humor está en el corazón del lenguaje, en la música. En la seriedad de la música. No en el chiste, o petardo final, recurso éste muy socorrido para lectores con la dignidad bajo mínimos. No. Aquí asistimos perplejos, por ejemplo, al diálogo (delicádamente sonámbulo) de la mujer policía con su reprendido Narciso, frente a la piscina delatora, como el que presencia todo el despliegue de artillería lírica propio de una comedia de altura.
Pero si la poesía se ríe de sí misma, qué mejor que poner en solfa la tan traída querella prosa-verso. Y más aún: disparar a gusto contra los propios conceptos de prosa y verso, cuyos límites son siempre tan imprecisos. O, más que imprecisos, arbitrarios. Los asumimos cuando nos sirven, sólo por el mero placer de asumirlos, por seguir las reglas del juego. No por el temor religioso, y algo insano, a una gama de categorías insalvables. No prosa y no verso sino lo poético contra lo prosaico. ¿Y qué es lo poético? Todo aquello que no se puede traducir a prosa. Una novela de Stevenson, por ejemplo, es irreductible a prosa.
Fiel a ese juego de espejo y anti espejo referido antes, el poeta pastorea por doble cauce las prosas y los versos. En el centro de esa fantasía ordenadora se estira como una serpiente el largo poema que da título al libro, enumeración desbocada y alfabética de sintagmas freudianos, que está pidiendo a gritos un acompañamiento de pasodoble.
Cuando la poesía de Cerviño se pone los coloretes y los tirabuzones del verso, no rechaza bailar a la comba de los cancioneros, verso quebrado y requebrado, guiños de pavesas, bajadas y subidas de escaleras a la pata coja, carreras de sacos, emotivos saltos desde la ventana del piso noveno para llegar, de pronto, a remansos de contemplación, como los del poema Ofelia en Venecia y todas sus imantadas cimitarras. Y aquí y allá, algunas asonancias, una pizca más de sal sin ningún atisbo de mala conciencia, una vez saboteado con buen juicio el impertinente detector de rimas que se pone a la espalda de un poeta.
Y en todo lugar, casi sin solución de continuidad, el caudal de sorprendentes imágenes como pancarta militante de la imagen que se justifica a sí misma. Imagen, pero también, sí, narraciones. ¿Cómo separar estas dos repúblicas con que la filología nos obliga a comulgar a golpe de escuadra y cartabón? A medida que nos acercamos a la frontera (de nuevo, la maldita frontera) ya advertimos su precariedad. La narración es otro matiz entre tantos de la máscara sin envés ni revés. Se irán las palabras, vuelve el silencio, y os quedaréis con esa ceniza que se escurre entre los dedos, a todas luces inútil, llamada unas veces «argumento» y otras «ideología».
Quisiera terminar, para fastidiar a Aristóteles, por el principio. Por el comienzo del libro, ese exordio al Fénix, pájaro capaz de reinventarse a sí mismo una y otra vez, como la poesía:
Yo te conmino
Lunático con sutura
Si se desangra
El verso
Negocias impunidad
Dices señuelo
Propicio seas
Señor del canto
Dador del vuelo.
De este pájaro «señor del canto/dador del vuelo» también sabemos ahora, por el antojadizo rigor de su universo expandido, que caga canela. Las cagadas de las aves son siempre un acto de soberbia e inocencia a partes iguales. Este Fénix, como la Alondra de verdad (otro pájaro de cuidado) de Gerardo Diego, se nos va por donde vino. Acabamos el libro, retoma el vuelo el Fénix, inalcanzable a todos, solo, y nosotros nos quedamos aquí abajo, huérfanos de música, en este silencio repentino y con olor de especia, sin darnos cuenta de que, además, nos ha cagado encima.
Juan Manuel Macías
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