[Maurizio Medo. Y un tren lento apareció en la curva.]
La voz es la carne del alma.
(Mladen Dolar)
Quiso Azar, divinidad que a todas las
demás gobierna, que justo en el momento en que llamó a mi puerta el cartero con
el nuevo libro de Maurizio Medo, Y un
tren lento apareció en la curva, yo estuviera retirando de la estantería un
libro de Jacques Vaché, más exactamente el
libro de Jacques Vaché, la conocida colección de poco más de media docena
de cartas (Lettres de guerre)
dirigidas a lo largo del año 1917 a un jovencísimo André Breton que tras el suicidio del remitente las publicará a título póstumo; unas pocas decenas de
páginas que han bastado para situar a su autor en el corazón de las vanguardias
de los primeros años del siglo XX, hasta el punto que se ha llegado a decir que
el surrealismo no habría sido lo que fue sin las cartas de Vaché (sin olvidar, enfilando
ya hacia nuestro continente, que un epígrafe de las Lettres de guerre abre a los lectores las puertas de Rayuela).
El librito de Vaché me ha acompañado
durante décadas (tengo una edición de 1974) como modelo literario, como el
inalcanzable ideal de la clase de escritura que ya ocasionalmente llegaba a vislumbrar
desde mucho antes de la publicación de mi primer libro; una escritura quebrada,
de dicción sincopada, que camina rompiendo los tiempos y driblando ritmos,
abriendo bien los ojos en todas las direcciones físicas y mentales, haciéndose
por decoro la distraída; una energía vital que no encuentra quizá donde posarse
y responde con un humor soterrado y sin concesiones a "la inutilidad teatral (y sin alegría) de todo".
El diapasón-Vaché me ayuda desde entonces
a afinar mis propios instrumentos retóricos cada vez que alguna de mis incontables
(e incurables) salidas por las ramas me hacen perder la senda; y como varita de
zahorí me ha servido también para detectar escrituras afines, aguas soterradas
y acuíferos nutrientes. Así, deambulando con mi brújula conceptual, llegué a
cruzarme hace unos pocos años con los poemas de Maurizio Medo y pude reconocer
en él esa clase de música que ya se oye pero todavía no se puede tocar
(Cortázar dixit); así se tienen que hacer
las cosas, volví a decirme, como cuando el encuentro juvenil con Vaché,
ante sus versos, esta forma de trabar los
ecos y disponer sobre el papel las consecuencias es algo que he de tener siempre
presente.
La publicación de su poesía reunida, Cuando el destino dejó de ser víspera (2015),
en la monumental edición de Liliputienses (¡menudo oxímoron!) supuso ya el
definitivo asentamiento de Maurizio Medo en mi particular olimpo. En sus poemas
encontré la plasmación de algo que, acaso sin ser totalmente consciente de
ello, había estado buscando desde mis primeras exploraciones artísticas y
literarias: una musicalidad de la forma que se revela como eco de la
musicalidad del mundo ("juegos de
sentido que se organizan en torno a kits de conceptos y resuenan como frases
musicales: grupos de notas/ideas sometidas a secuencias de repetición y permuta",
escribí tanteando, en el prólogo de mi primer libro). El alma musical del
universo resuena en el cuerpo fónico de un poema que ya se nos presenta como
pensamiento coreografiado, el aroma de la forma reverbera en ambos sistemas que
-sin llegar jamás a tocarse- intercambian sus reflejos danzantes, sangran la
misma sabia, florecen de la misma sangre ("En
vez de paporrretear doctas teorías danzo el danzón." Manicomio). Texto
en fuga, cabriola y notación de danza, texto que huye sobre todo de sí mismo ("¿Soy la reina o el conejo?"), para
concluir que acaso la pura conectividad autopropulsada de los componentes
sintácticos pueda llegar a ser el único rodeo posible para acercarse a lo
propio, a lo personal de un sujeto vacante, un yo huésped, el puesto hueco que
podrá ocupar todo aquel que transite por el texto, ...todo lector del poema.
Eso es lo que Medo pone en marcha en cada
nueva entrega, la maquinaria de perfecta cojera con que el lenguaje nos trae y
nos lleva a su antojo, nos arrastra al goce autoconsciente de su propia
sonoridad, y se explora a sí mismo en nuestro nombre ("¿era de hueso, o estaba ahí como noción?" Las alcobas
blancas). Texto que no acierta a ser ninguna otra cosa, el poema lo es
siempre por defecto, por incumplimiento, por indefinición, por esa atención
escindida que debe prestar a todas las posibilidades en potencia, opciones excluidas
que una nueva lectura podría revelar. Indetectable como la materia oscura del
universo, solo deducible a partir de las perturbaciones gravitacionales que provoca en la
materia visible, al poema incumbe la gestión de toda esa potencialidad no
manifiesta, la responsabilidad de responder con la música adecuada a la
delicada arbitrariedad del mundo y, atendiendo al unísono a todos los estímulos,
avanzar como un bailarín que se moviera como un caballo de ajedrez que se
moviera como un ciervo acosado por los perros que se moviera como obús-colibrí
que se moviera como un tenso alambre:
("Mariposa chuang tzé lloraba tornasol / sin saberse mariposa / entre los
pétalos de madre." Manicomio).
Cuidándose de no resultar "noqueado por el pasmo", Medo
aligera la dicción y tensa el fraseo en cada verso, excava sin tregua en el
álgebra de la trama lingüística para sacar a la superficie su voz y llevarla a
una materialidad extrema; voz que liga el significante al cuerpo: la palabra es
de todos pero suyo solo su aliento. "La
voz enlaza el lenguaje y el cuerpo, pero la naturaleza de ese lazo es
paradójica: la voz no pertenece a ninguno de los dos. No es parte de la lingüística,
pero tampoco es parte del cuerpo, la voz se halla entonces en un lugar
topológico ambiguo: surge del cuerpo pero sin pertenecer a él, y sostiene al
lenguaje sin pertenecerle, siendo si embargo el único punto que ambos comparten."
(Mladen Dolar, Una voz y nada más). El poema sigue el rastro, acude a la llamada
de ese hilo de voz que habla con la boca cerrada, que dice apenas, pero que en
su tenacidad deviene indestructible (¿no dijo Freud algo parecido del
inconsciente?)
Collage de géneros y de códigos, sí
obviamente, ¿acaso se podría escribir hoy de otra manera?, pero esto ya no resulta
suficiente, esto ya se nos ha quedado corto como manta de la infancia (¿como mantra de la infancia?), ahora
queremos más, ahora necesitamos mucho más que una mera superposición de voces
-mejor o peor hilvanadas [arquitecturadas]- intentando hacerse oír, cada una largando
ebria en su propio idiolecto, y Medo lo sabe, Medo está en ello, en la esforzada
y gozosa superación de todo lo que nos ha traído hasta aquí. Hoy la tarea de la
poesía, y de toda escritura que se precie de serlo, no puede ser otra que la de
reactivar la palabras, devolverla a la vida y la tensión ...devolverle la
ansiedad de un decir que nunca se alcanza, ...entregarla el dulce tormento del
deseo de significar, inevitablemente insatisfecho. Porque "todos los tiempos están aquí y todas las formas están en el
presente" (E. Milán), pero ya es tiempo que el presente tome su propia
forma, se dé una forma que reanime los fragmentos y residuos que hemos ido
recolectando ("Trapero o poeta, a
ambos conciernen los desechos", en maravillosa fórmula acuñada por
Baudelaire y retomada por W. Benjamin). Ahora toca investigar cómo, de qué
artera manera, el instrumento despersonalizado, aleatorio y cosificado del
lenguaje puede llegar a convertirse en la encarnación de lo más corpóreo y
sangrante de nuestra experiencia de vida, cómo este mecanismo de piezas
intercambiables, esta colección de ready-mades
que tomamos de los labios de nuestra madre es lo único de que disponemos para
dar cuenta de los pálpitos de la carne. Es de la acertada gestión de esa
tensión entre la incandescencia de nuestra incertidumbre y la gelidez aséptica
del procedimiento (de los juegos de distancia y proximidad entre ambos polos)
de donde surge lo que hemos denominado creación poética. "Solo
el poema nos valida / en cordial anonimato" (Lupercal), advierte
Maurizio Medo, y ya nos pone tareas para la poesía que viene.
El escritor que deja hablar al lenguaje, que acepta jugar el papel de "mensajero del medio" (Boris
Groys), se dirige a sus lectores desde el fondo común de la experiencia compartida
del habla, invita a escuchar juntos, da a oír, interpela: se deja ir a las
simas donde el espíritu se tizna de lexemas, donde la experiencia de vida
establece sus capilaridades microscópicas con el signo lingüístico: las
soldaduras micro-neurológicas entre la emoción y su expresión. Si toda verdad,
como primera condición, ha de estar disponible en el lenguaje, la escritura
poética abre el abanico de verdades posibles: explora las variedades de
experiencia que la lengua consiente. Las diferentes modalidades de presencia de
la palabra en los acontecimientos (y viceversa), ese es el territorio que
explora la poesía de Maurizio Medo: los diferentes ángulos de refracción de lo
real en el cristal de la escritura. Su serie Lupercal ("Pero algo nos obliga a injuriar / la lírica y el yambo") sigue
siendo para mí una experiencia límite de lectura y, tanto como Manicomio o cualquiera de sus libros
posteriores, una escritura radical a la que todavía no encuentro parangón a una
y otra orilla de la lengua. Como recordaba Raúl Zurita en el texto que acompaña
a la segunda edición del libro: "Manicomio es una de las mayores conquistas que la
poesía en nuestro idioma puede exhibir de aquellas zonas que, anidadas en el
fondo de lo humano, no habían encontrado una lengua que los expresara".
En esta nueva entrega (Y un tren lento apareció en la curva)
Medo restablece en nuevos términos el pacto de lo real (sea esto lo que fuere)
con su escritura, y entreabre puertas y portillos a la vida que se presenta "para cumplir su jornada", con
todo "el pesado lastre de lo humano".
Este tren viene directamente de su infancia y sin cesar retorna a ella, en un
trazado circular que muy acertadamente ha sabido reflejar el ilustrador de la
portada, "Me toma dos veces madre de
la mano huérfana / mientras entierro al niño que un día me soñó". La
imagen furtiva del padre y la reciente desaparición de la madre, a quien va
dedicado el volumen, se constituyen en eje candente alrededor del cual se
arremolinan recuerdos y experiencias.
Giuliana, la figura arrebatada de la madre, actúa página tras página,
como centro irradiante en torno al cual gravita cualquier posibilidad de
discurso, como campo magnético que ordena los ejercicios de memoria y las interpelaciones;
así confluyen, como río y afluentes, en su infancia todas las infancias: "Ella es la fantasma de una niña"
/.../ "Mamá suele visitar su infancia / folga un ratito, y luego
retorna" /.../ "A veces sabía decirle Giuliana, a secas / Tal vez
porque su cordón umbilical no solo / nos unía en el presente Se enredaba hasta
/ enlazar nuestras infancias y repentinamente / la convertía en una hermana
traviesa".
Como el propio autor ironiza al inicio de
uno de los poemas, quizá sea este de alguna manera uno de sus libros más
metapoéticos, y a la vez, en fascinante paradoja, el más empapado de emoción y
dolor de a pie. Romper el vidrio para mostrar la ventana, en eso consiste el
conjunto de recursos retóricos que hemos denominado metapoesía,
distanciamiento, extrañamiento, o autoconsciencia extrema de los procedimientos
(lo que Bernstein ha llamado "técnicas
antiabsorbentes"); en definitiva: una exhibición enfática del
artificio que mantiene a raya el pasmo y el embeleso del melos poético, ...pero sucede que el desterrado regresa tras cada
espantada, tenaz como el desconsuelo y la desolación, y es en ese ir y venir,
en esa tozuda exploración en tránsito de las posibilidades y distancias del
decir, donde -casi con toda seguridad- reside el titubeante sentido del poema.
Así nos llegan las emociones en este
libro, sin que el poeta ceda un ápice en la radicalidad esencial de su
propuesta, abriéndose paso entre una maraña de digresiones, interrupciones,
avisos e instrucciones ("Hoy
sostenemos un diálogo surgido de / la ausencia, que discurre en el presente /
pero abismado en el infinitivo de la evocación / subconsciente, la misma que me
obliga / a tener que advertirles: mejor no vengan") driblando toda clase de obstáculos
conceptuales, esquivando la presencia disruptiva de voces y referencias
externas, incluidos en esa nómina los amigos y poetas cómplices a los que el
propio Maurizio convoca cada poco al texto para conversarlo desde dentro. De
continuo se abren campos adicionales de atención que obligan al lector a estar
muy pendiente y tomar en consideración varios escenarios al mismo tiempo.
"Las
palabras son exiguas, bastante moscas / Algo más efímeras que el compás de una
solfa /.../ Son una finta que amaga al recordar el color / de un lugar adonde
no estuve". La investigación de enrevesadas paradojas cognitivas, la
clara conciencia -a pesar de los pesares- de que la experiencia de su propia
consecución es la única de que puede dar cuenta el poema, las continuas
interferencias (traducidas ya a signo físico, icono que interfiere las líneas
versales), la más descarnada ironía ("Las
generaciones futuras escribieron solo flores / junto al hashtag #soyvanguardista"),
y la quiebra de los periodos sintácticos que hace tambalear la verosimilitud
del enunciado, son apenas algunas de las señales, algunas de las identificadas dinámicas
formales, que nos permiten orientarnos y transitar por este texto insólito, y
al cabo por un libro que a mi entender está llamado a establecerse como
verdadero tour de force en el
conjunto de la obra de Maurizio Medo.
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