La novela vista como ironía, transgresión y parodia
y como un metalenguaje permanente, en la mejor tradición cervantina
A modo de muestra o aperitivo y para solaz de algunos críticos y lectores curiosos (que deberían, a lo que entiendo, asomarse al menos a esta novela, que te agarra y seduce por maliciosa y divertida, por humorística y subversiva, por lo paródica e incluso por lo autoparódica que es) dejo aquí un fragmento de la reciente novela de Ángel Cerviño.
Novela que a mí me hizo reír y curó de una gripe terrible. Que me aplacó mágicamente la fiebre, devolviéndome el gusto por el Papel y la Lectura. Que me engatusó con el relato y el relato dentro del relato, en un constante juego autoinclusivo __y si se quiere autorreflexivo y especular__ lleno de recursos y de relieves formales y que no deja por cierto títere con cabeza (Tampoco en lo autobiográfico, asunto del que se nos dan no pocas claves que podemos vincular con el autor para hacer asimismo olla, burla y potaje __sátira, si queremos__ y ello con una cosa tan seria, tan supuestamente real y verídica como es eso de contar a los otros nuestra vida: la crítica de toda clase de géneros, formas establecidas y clichés se convierte en una de las constantes de este libro).
Estamos ante una ficción unida a un brillante ejercicio de dicción (algo hoy día rarísimo, inencontrable). Ante una experimentación y reflexión siempre irreverentes y lúdicas, donde todo se nos dice bajo cuerda, de manera cómica y no obstante con permanente voluntad de estilo. El remedo, la parodia de personajes, narradores y estilos, el descuartizamiento, la fuga y revisión misma de la noción de "autor", así como la palinodia que se hace del propio narrador omnisciente son otras de sus claves, en una tradición de ruptura que pasa por Pirandello y Ramón Gómez de la Serna.
Novela que te anima a dialogar con ella y a replicarla. A ampliarla y e ir escribiendo otra, sea para tacharla o culminarla, en una lectoescritura y retroalimentación incesantes, en una narración y metanarración perpetuas.
Veo a Samuel Beckett y a Miguel de Cervantes leyendo esta novelita y sonriendo a cada poco con las desventuras, descalabros, rotos y zurcidos y aun agujeros y abismamientos sin cuento del narrador, que no es sino un nuevo y humanísimo fantoche, otro perdedor y antihéroe. Un "narrador omnisciente" (también ridículo y metanarrativo) que no cesa empero en este caso de novelar, aunque todo se le trunque, aunque fracase y el discurso se le fragmente, aunque el relato se rompa y se le pierda, del mismo modo que Molloy sale de casa arrastrando una bicicleta inservible y se va cruzando el campo a traviesa (descacharrándose a cada paso en el empeño de ir a ver a su madre) o que don Quijote salga de su aldea en busca de nuevas caballerías y acabe como sabemos molido y en manos del cura y del bachiller.
Atención a esta novela, que supone todo un ejercicio de estilo y constituye un acontecimiento literario. Con su cosa entre crítica y ensayística (ahí están por cierto las de Vila-Matas) ofrece una estructura totalmente abierta, fragmentaria e interrumpida (en cuanto que el protagonista y autoproclamado "narrador omnisciente" amaga personajes, urde relatos y muestra de continuo las historias que escribe, rompiendo de paso los marcos convencionales de la ficción, como hace por ejemplo Paul Auster y allá en los años 20 del pasado siglo hacía por cierto el Andrés Castilla de "El novelista", novela también especular de Gómez de la Serna). Pero es que como digo estamos a su vez ante una deriva peculiar de los grandes modelos de la parodia. Ángel Cerviño ha escrito una novela sustancialmente paródica, inscrita en esa gran tradición crítica y narrativa que sienta las bases de la propia novela moderna: parodia que arranca del Luciano de "La Historia verdadera", pasa por el "Quijote" y el "Tristram Shandy", y del "Bouvard y Pechuchet" de Flaubert llega al gran Nabokov de "Pálido fuego". Ahí es nada.
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Imagen: Marcel Broodthaers, La Salle blanche. 1975
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