“Porque el silencio no es Dios,
ni la palabra es Dios, (…) Dios está oculto entre ambos”
(The Cloud of Unknowing, Anónimo inglés, S XIV)
Nada más
descabellado que pensar que alguno de sus coetáneos pudiera llegar a vislumbrar
en los escritos del místico español Miguel de Molinos (1628 – 1696) algo
siquiera parecido a un poema, hoy sin embargo nuestro régimen de
representación, y los modos de lectura que comporta, nos prestan las
herramientas conceptuales para detectar en su escritura rasgos, ritmos y tonalidades
muy próximos a la palabra poética de expresión contemporánea: dicción a un tiempo
contenida y desatada, vocación de silencio, experiencia extrema de las lindes
de lo decible, desposeimiento y transparencia proclive a la liquidación del
sujeto y el abandono de sí, …, en fin, la palabra como instrumento (a un tiempo antena y registro) de entregada disponibilidad.
Aún así,
sus textos hubieron de enfrentar, antes de alcanzarnos, una larga travesía de
ocultación y olvido para llegar a incorporarse –si bien tangencialmente- al
corpus literario de nuestro fecundísimo siglo XVII, en el que además, por otra
parte, desentonan situándose en las antípodas estilísticas del barroco español,
con un decir económico de figuras, enamorado de la concisión, recortado de
adornos, diáfano, de ritmo reposado y alérgico a cualquier sobrecarga retórica.
Su obra más
señalada “Guía espiritual” (“Que desembaraza el alma y la conduce por el
interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la
interior paz”, como reza el subtítulo), fue publicada en 1675, en sendas
ediciones, en lengua española e italiana, en Roma, donde el religioso español estaba
desarrollado una intensa actividad como predicador y director espiritual de
influyentes personalidades de la época. El libro le deparó numerosos seguidores
y asentó su prestigio como asceta de morigeradas costumbres e iluminado verbo.
Miguel de
Molinos preconiza en esta obra el camino para alcanzar una experiencia radical
de la divinidad, una vía espiritual, luego denominada “quietismo”, orientada al
abandono de uno mismo para abrir paso a la inundación de la divinidad que anega
esa ausencia, luz que ocupa esa vacancia; ascesis que bebe en las fuentes de la
tradición extática cristiana más radical, muy próxima a Juan de la Cruz (el
Santo de las Nadas), y a ciertas prácticas ancestrales de meditación budista.
Un
discurso visto, como cabe imaginar, con muy poca simpatía por las autoridades eclesiásticas que no
tardaron en intervenir. Miguel de Molinos fue arrestado por la policía del
Santo Oficio el 18 de julio de 1685 (diez años después de la publicación de su
libro, que mientras tanto había alcanzado un notable éxito en los círculo espirituales
europeos, y conocido numerosas ediciones en las principales lenguas del
continente). El proceso de la Inquisición se prolongó durante dos años y, ante
la fragilidad de las acusaciones doctrinales, fue derivando enseguida hacia
fantasiosas acusaciones relativas a la moral sexual del acusado, materia en la
que “los cardenales inquisidores hacen gala de una suntuosa imaginación”
(Valente), y que, de no haber sido quemadas -¡qué obsesión con la hoguera!-
cien años después de haber concluido el proceso, podría haber llevado a las actas judiciales a una docta
edición en la colección “La sonrisa vertical”.
Numerosos
testimonios de la época dan cuenta de la inquebrantable serenidad y el desapego
con que el reo asistió a todas las fases de su proceso, interrogatorios,
abjuración (habría aceptado con total indiferencia, sin decir una palabra todas y cada una de las
acusaciones, “sin mostrar arrepentimiento, ni dar señal de él”) y condena; paz
interior, imperturbabilidad que no podía sino acrecentar el odio y el ánimo de
venganza de sus acusadores y jueces.
En noviembre
de 1867 se le condena a reclusión perpetua y se cubren sus escritos con una
espesa sombra en un intento vano de silenciar su voz para los siglos venideros.
Nueve años más tarde moría Miguel de Molinos en las mazmorras de la Inquisición
en un monasterio de Roma.
Miguel de
Molinos
Guía espiritual
Libro
tercero, capítulo xx.
Enséñase cómo la nada es el atajo
para alcanzar la pureza del
alma, la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz.
“191.- Por el camino de la nada te has de
llegar a perder en Dios, que es el último grado de la perfección, y si así te
sabes perder, serás dichosa, te ganarás y te acertarás a hallar. En esta
oficina de la nada se fabrica la sencillez, se halla el interior e infuso recogimiento;
se alcanza la quietud y se limpia el corazón de todo tipo de imperfección. ¡Oh,
qué tesoro descubrirás si haces en la nada tu morada! Y si te entras en el
centro de la nada, en nada te mezclarás por afuera (escalón en donde tropiezan
infinitas almas), sino solamente en aquello que por oficio te toca.
192.- Si te estás encerrada en la nada, adonde no llegan
los golpes de las adversidades, nada te dará pena, nada te inquietará. Por aquí has
de llegar al señorío de ti misma, porque sólo en la nada reina el perfecto y
verdadero dominio. Con el escudo de la nada vencerás las vehementes tentaciones
y terribles sugestiones del envidioso enemigo.
193. - Conociendo que eres nada, que
puedes nada y que vales nada, abrazarás con quietud las pasivas sequedades,
tolerarás las horribles desolaciones, sufrirás los espirituales martirios e interiores
tormentos. Por medio de esa nada has de morir en ti misma de muchas maneras, en
todos tiempos y a todas horas. Y cuanto más fueres muriendo, tanto más te irás
profundando en tu miseria y bajeza; y tanto más te irá el Señor elevando, y a
sí mismo uniendo.
194.-¿Quién ha de despertar al alma
de aquel dulce y sabroso sueño, si se duerme en la nada? Por aquí llegó David
sin saberlo a la perfecta aniquilación. "Fui devuelto a la nada y no lo
supe". (Salmo 72). Estándote en la nada, cerrarás la puerta a todo lo
que no es Dios; te retirarás aun de ti misma y caminarás a aquella interior soledad
a donde el divino Esposo habla al corazón de su Esposa, enseñándola la alta y
divina sabiduría. Ahógate en esa nada y hallarás en ella sagrado asilo para
cualquier tormenta.
195.- Por este camino has de volver
al estado dichoso de la inocencia, que perdieron nuestros primeros padres. Por
esta puerta has de entrar a la tierra feliz de los vivientes, donde hallarás el
sumo bien, la latitud de la caridad, la belleza de la justicia, la derecha
línea de equidad y rectitud y, en suma, toda la perfección. Últimamente no
mires nada, no desees nada, no quieras nada, no solicites saber nada, y en todo
vivirá tu alma con quietud y gozo descansada. Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la
interior paz. Camina, camina por esta senda segura y procura en esa nada sumergirte,
perderte y abismarte si quieres aniquilarte, unirte y transformarte.”
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