Palabra doblemente exiliada la del poema silenciado: voces amordazadas,
mutismos amedrentados y amenazas que acaso se cumplan.
Iniciamos aquí un
recorrido (aleatorio y no sistemático) por algunos desencuentros entre la razón
poética y la razón política. Fricciones. Choques a menudo sangrientos del
poema con su entorno: palabras que han de batirse no solo con la incertidumbre
de su propio decir, sino que habrán de enfrentarse además a las no menos
dolorosas aristas de la realidad que las ha engendrado.
Una colección (arbitraria, fruto únicamente de las afinidades
personales) de poetas que en el ejercicio de la palabra se han visto
arrinconados, perseguidos, obligados a tomar el camino de la cárcel o del
exilio, …e incluso, en ocasiones, arrastrados a la muerte y el martirio.
La pluma golpeada por la espada, bajo cualquier latitud y en cualquier
momento histórico, la palabra desnuda contra los totalitarismos del más diverso
signo. Desde Ovidio hasta Osip Mandelstam o Paul Celan, con parada obligatoria
en nuestra desbaratada Generación del 27, Lorca y Miguel Hernández, pero
también Ezra Pound delirando en su jaula italiana y el conde de Villamediana agonizando en una acera
de Madrid, o –por qué no- Miguel de Molinos y José Val del Omar.
Comenzaremos por aquel bardo primigenio que a punto estuvo de perder el
cuello en el palacio de Ulises cuando el retorno del héroe, situación salvada
con un venial gesto de indignidad que traza un retrato poco favorecido de todo el
gremio. Así leyó José Ángel Valente la rapsodia vigésimo segunda de la Odisea
en la que se relata el percance:
“A gatas, entre
el sudor de la venganza y el humo de la sangre, llegó al fin hasta el héroe
Femio Terpíada, el aedo: venía con la lira sobre el pecho, a modo de protección
o de escudo irrisorio, gimiendo como hembra paridera.
-Ah tú,
heroico vate –dijo Odiseo, tentándole el pescuezo con mano carnicera.
Pero el poeta
cayó de golpe al polvo, sacudido por las convulsiones del miedo. El héroe rió
con ferocidad rayana en la ternura.
-No
quieras degollarme –dijo Femio con voz casi ilegible-. Canté a los
pretendientes, obligado por la necesidad, la canción que un dios me inspiraba.
Los tiempos son difíciles y quién iba a
pensar que tú vendrías. Así que tuve necesidad de pan, de un puesto, de un
pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes por provincias. /…/ Los
dioses me engañaron, pues ellos hacen la canción y la deshacen /…/ No quieras
tú quitar la vida a quien nada tiene de sí, pues ni siquiera la canción es
suya.
Así habló el
aedo, mercenario de dioses y de hombres, y Telémaco que asistía a su padre en
la matanza, pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica en los años
siguientes a la guerra de Troya, intervino a favor del poeta caído.
Así salvó el
Terpíada lira y pelleja, con la indignidad propia de una especie en la que,
gratuito, un dios pone a veces el canto.
Odiseo y
Telémaco azufraban la casa y encendían el fuego. Las esclavas oían temblorosas
las órdenes del amo, apretujadas unas contra otras como tibias becerras. El
poeta, sentado aún sobre un charco de sangre, pulsó al azar la lira. Se oyó un
sonido tenue, tenaz e inútil, que quedó en el aire, solo y perdido, como un
pájaro ciego.”
(J. A. Valente,
El fin de la edad de plata, Barcelona , 1973)
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