“Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad; a menudo hemos tenido que dejarlas en la casa de empeño por la centésima parte de su valor, a cambio de la calderilla de lo actual”.
(Walter
Benjamin)
“No hay para pan y lo gastamos en estampas”, reza el adagio tradicional que pretende advertirnos del peligro de los gastos superfluos en tiempos de crisis, y concuerda con todos aquellos que desearían convencernos de que las manifestaciones culturales, y más en concreto las producciones artísticas, no son otra cosa que un adorno inocuo, un dispendio poco menos que inútil del que se puede prescindir cuando las cosas vienen mal dadas.
El
refrán, como buena parte de los lugares comunes que ruedan de mano en mano, no
es más que un fósil ideológico desprendido del discurso dominante, ese mismo discurso
que decreta los modos y maneras de la experiencia, el mismo discurso que pretende
condenar a una parte de la población a una existencia de pura subsistencia,
pues ninguna otra cosa es necesaria para seguir empujando mansamente la noria
productiva.
Las
práctica artísticas, muy al contrario, son el necesario e imprescindible i+d de
la elaboración simbólica, son las productoras del material sensible que
conforma el ADN de una comunidad, el conjunto de procedimientos que siembra de señales
el imaginario colectivo y proporciona a cada miembro de esa sociedad instrumentos
para experimentar su propio lugar en el mundo.
El cierre
de un museo o de una biblioteca, la cancelación de un programa de becas o el
desmantelamiento de cualquier equipamiento cultural son una suerte de
mutilación, una extirpación, una castradora lobotomía realizada sobre la mente
colectiva que construye la historia y forja la memoria. Porque ninguna sociedad
puede sobrevivir dignamente sin el continuo flujo de producción simbólica que
la anima y la revitaliza.
Necesitamos
el pan y necesitamos las estampas, porque el hombre se alimenta básicamente de
imágenes, porque la imagen es el reino de la libertad y abre un espacio en el
que se muestra la posibilidad de una nueva configuración de lo perceptible, lo
pensable, lo decible, …y lo factible. La experiencia del arte pone en escena
–demuestra performativamente- la posibilidad de una reorganización del régimen
de visibilidad: nuevas formas de contemplar a los hombres y al mundo; y lo hace
cuestionando el reparto político de lo sensible, el relato del poder que define
quién puede ver qué cosas.
(versión REDUX de un artículo publicado en El Faro de Vigo -13, XII, 2012)