lunes, 3 de enero de 2022

EL DÍA QUE PROHIBIERON EL VALS (A modo de aclaración o preámbulo)

Fotografía: Luis Rodríuez

 

Ya llega el otro suplente para tirar del rabo a la puerca
José Lezama Lima


Cuando prohibieron el vals no supe qué decir, fue una lástima, sí, pude haberme resistido, pude haber mentido, o pude haber destilado otro falso poema y sanseacabó (un poco más de alcohol ilegal a quién habría importunado), sí, pude haber trabado ramilletes de palabras con cintas tonales, líneas zigzagueantes y zancadillas rítmicas, porque, al fin y al cabo, qué es la música sino la posibilidad de fantasear acerca de las proporciones elementales del Ser: tasar en ruiditos la razón geométrica de la belleza. Pero ya de qué sirve lamentarse, el caso es que no hice nada, hasta que fue demasiado tarde nadie hizo nada, las restricciones se sucedieron y pronto prohibieron los cuerpos, creo recordar que eso sucedió ya bien entrado el último invierno de la IIIª Guerra Mundial, y tampoco entonces supimos qué decir, los enfrentamientos ya duraban demasiado, aquella fue una guerra sin fin y sin enemigos, en la que solo peleaban los datos, las bajas fueron incontables, la población mundial resultó diezmada, tal como reflejaron los gráficos. 

Fue entonces cuando empecé a tomar las tablas estadísticas, y las extrapolaciones geométricas de datos, como base para mis composiciones musicales: una epidemia de malaria en Indochina podía arrasar decenas de corcheas, la explosión de un volcán en Guanajuato hacía ganar altura a la entonación de un coro. Fue también en esa época cuando comencé a relacionarme en la red con varios bots policiales del departamento de Arte y Cultura, al principio me limitaba a utilizar sus bases de datos, luego la familiaridad del trato nos llevó a intercambiar mensajes más personales y comentar cuestiones técnicas relativas a nuestras aficiones compartidas; con uno de ellos llegué a establecer una respetuosa y duradera amistad, que andando el tiempo nos animó a componer, a cuatro manos (imaginando que él las tuviera), un Ballet para dieciséis payasos y un funámbulo; lo titulamos "Dios dudando ante el boceto de murciélago", pero nunca intentamos llevarlo a escena, y no lo ensayamos ni una sola vez, aunque esto quizá carezca de importancia ya que se trataba de una pieza de ballet mental, y los bailarines, ataviados con toda su impedimenta, debían permanecer inmóviles en el escenario, en completo silencio, los 76 minutos que habría durado la representación, cada uno en su puesto, el equilibrista arriba sobre su cable y los otros expectantes abajo, aguardando la caída. 

No fueron tiempos fáciles, todas las casas olían a sacristía resudada, y ni la garra alivia de tanto alambre, pero, gracias a dios, el tiempo nunca se cierra, aunque aminore su vaivén no deja de expurgar semillas en una bandeja mellada, y las palabras siempre están ahí deseando rozarse y probarse juntas, y así uno mal que bien puede -si la ansiedad no aprieta demasiado- seguir trabajando. La máquina de la suerte tampoco se paró y también tuve mis buenos momentos, mis diminutos ejercicios de meditación basada en la escucha (las diabluras inaudibles de costumbre); está claro que una temporada en la morgue cura muchas tonterías, incluso las de alguien como yo, tan difícil de obsequiar. De momento no más desmanes de fauno viejo, en un harén de tramos sintácticos de eunuco tartamudo me desempeño, sobre las zonas doloridas aplico el ungüento de "¡Ya va, ya va!", ajusto las distancias exactas entre las ingles, mido el silencio en párpados, saco en sílabas la cuenta. 

Tras la repartición del embeleso las prisiones fueron brevísimas pero consecutivas, y ahora sé que el mundo está cantado, en una lengua ininteligible, pero está cantado y podemos acompañar, canturrear o batir palmas, mantener el pie en el aire invitando a la danza, o pronunciar gacela solo por entretener a las musas, que ya están aquí, como exploradoras apartando ramitas. Compruebo las pantallas, cae la tarde en todos los indicadores, bracero el viento tironea de la esperanza, el miedo se aquieta como un anciano chiricahua aguardando la llegada del bisonte, y todavía -al menos mientras el sorteo no se celebre- hervir las partes blandas del alma no es obligatorio. 

Cuando apagan las luces de los cubículos, suena el último comercial del día (¡Hoy, oferta de caras sucias!) y, en secreto acuerdo, muslo y lengua se proponen, acarreando saliva, sin fe, sin lujuria, sin tradición, ser dos Mesías esta noche, de sopetón hacerse invisibles.