Ángel Cerviño es un poeta
necesario: alguien que no se pliega a las pautas ni a las convenciones, sino
que concibe el poema como un espacio de libertad, en el que todo cabe, en el
que todo puede –y debe– ser dicho, y donde los códigos y las expectativas
–tanto del lector como del propio escritor– se subordinan a los azares de las
palabras –a su ensamblaje prelógico– y al derramamiento psíquico de quien las
aúna. Ya en sus dos poemarios anteriores, El
ave fénix solo caga canela (y otros poemas), que obtuvo el premio de poesía
«Ciudad de Mérida» y fue publicado por DVD ediciones en 2009, y ¿Por qué hay poemas y no más bien nada?,
que vio la luz en Amargord en 2013, su propuesta desafiaba los reglamentos con
una radicalidad insólita. En Impersonal volvemos
a apreciar, con un perfil más aguzado, si cabe, esa insumisión constante a las
predilecciones de la dicción establecida y el consecuente surgimiento de otra
expresión, abrasiva, abrasada, regida por un orden que se define por su propio
quebrantamiento, por su propio desleírse –pero más fiero aún, si bien se mira,
que el que gobierna la palabra común–. Puede atribuirse esta voluntad de
ruptura al espíritu de vanguardia que anima a Impersonal y, en general, toda la obra de Ángel Cerviño. Un
espíritu que tiene plasmaciones concretas: la ilación irracional, la génesis analógica
del sentido, el gusto por el neologismo, los juegos tipográficos –a veces,
levemente caligramáticos–, la omisión de la puntuación y el objet trouvé –que constituye un homenaje
expreso a los surrealistas–. Sin embargo, aunque este utillaje forma parte de la
caja de herramientas de la poesía contemporánea –y de sus modalidades más
transgresoras–, no agota el esfuerzo de transformación invertido en el poemario,
ni lo explica con justicia.
Impersonal se compone de movimientos primarios del
lenguaje: acumulaciones, encrespamientos, remolinos, ecos. Cuanto integra sus
poemas no son tanto mensajes, esto es, enunciados, como espasmos verbales o brotes
lingüísticos: coágulos o artefactos que brotan en la página por la deflagración
–imprevista, pero no por ello impensada– de un contenido de conciencia. El músculo
del lenguaje se revela desprovisto de todo propósito que no sea su propia
contractura y su inmediata distensión: late como otro corazón, con sístole y
diástole desgoznadas. Los poemas de Impersonal
se configuran, así, como estallidos elocutivos, como súbitas cristalizaciones
de energía oral, escuetas, resquebrajadas, sin otros asideros que su mero
estar, que el gozo y la perturbación de su advenimiento. Este es uno de los
rasgos principales de este libro y de toda la poesía escrita hasta el momento
por Ángel Cerviño: en sus poemas no se hace pie; uno flota solamente en el plasma
de la voz, en la perturbadora amniosis de su presencia. La negación de lo
previsible, en Impersonal, se cimienta
en la persecución del envés: de eso otro –la otra orilla, la otra luz– en que
se intuye el núcleo de la vida, o su renacimiento. Las citas iniciales son
elocuentes: en una se nos insta a que, si el lobo nos alcanza y nos devora,
saboreemos al lobo; la segunda, de Lorenzo García Vega, el extraordinario poeta
cubano, es una pregunta: «¿Es que todo es reverso?». Sí, en Impersonal todo lo es, o aspira a serlo.
Y sus poemas no tardan en decirlo: «Traducir al envés deseo / ¿beso de manco? / ¿palmada de ciego?».
Pero el primero que ha de hacerse
otro, para que la otredad sea creíble y nos empape, y para que podamos, en
consecuencia, descubrir nuestro yo oculto o inimaginado, es el autor. Por eso
su voz practica, a lo largo de todo el libro, un juego incansable: el de velarse
multiplicándose. Se afirma al principio, pero no es una afirmación real: lo
hace para que el poema subsista per se,
para que sea el recinto impersonal del discurso; el poeta se dice para
apartarse: «el autor (aparte):/ -el abuso
del asíndeton no convertirá en poema un enunciado». Ahí se distinguen las
dos entidades: el texto y quien, supuestamente, lo crea: diferentes, separados,
incluso contradictorios. La voz se convierte entonces en las voces: discursos
que confluyen a la vez que divergen. En algunos poemas, las cursivas señalan a
otros hablantes; en muchos de la primera parte, «Margen», las notas a pie de
página sugieren una labor de edición del texto, aunque sean también apéndices
de los poemas, prolongaciones que los complementan o desmienten –desmentir es
también dialogar–, y en esas notas caben asimismo discursos ajenos: comentarios
de texto, notas del editor, transcripciones de infolios judiciales, anexos,
falsos diarios. Todo presenta un matiz de delirio. Cualquier previsión se
incumple, exactamente como Cerviño –o quien hable por su boca– insta a que
suceda en «Rueda»: «que cualquier previsión se incumpla». Lo esperable se
sustituye por lo extraño, o, dicho acaso con más justeza, lo extraño se
incrusta en lo esperable. Las notas a pie de página transmiten una apariencia
de narratividad o desarrollo lógico que no se aviene con la naturaleza subversivamente
alógica de lo glosado, y, a la vez, introducen nuevas anomalías en el texto. La
que supuestamente puntualiza «el don de la hibridez» del poema «Comparece
emperrado» –una parodia del célebre don
de la ebriedad de Claudio Rodríguez– conforma una cadena demencial, que se
burla de aquellas clasificaciones raciales de los antiguos libros escolares –y
que aún perduran en algunos diccionarios–: «De español con india nace mestizo, de mestizo con española nace castizo, de castiza con español nace española, de español con negra nace mulato, de mulato con española nace morisca, de morisco con española nace chino, de chino con india nace salta atrás…». Lo paródico se desliza
hacia lo cómico en no pocas ocasiones, por la mera sorpresa de lo deformante, y
eso nos recuerda la insoportable gravedad de lo común, de cuanto consideramos normal, y en cuya normalidad nos asfixiamos:
«Llegó borracho el muerto a su funeral // solo quería agradar / desorientarse a
tiempo…», leemos en un poema de «Margen».
Pero
la pluralidad libérrima de Impersonal,
sus acentos fractales, su crepitante desarticulación, no obedecen a un empeño
nihilista, sino a un propósito bien definido; un propósito que Ángel Cerviño ha
consignado en sus páginas, aunque nunca con obviedad: la obviedad es lo
contrario de lo poético. En la tercera parte del volumen, «Lagar» –que,
recordemos, es el lugar donde se pisa la uva: donde se produce el primer vino–,
Cerviño define a uno de los personajes de la obra como «autor secreto del
exitoso libelo Manifiesto contra la
expresividad personal». Y no es descabellado suponer que esta
caracterización, tan congruente con el título del libro, define oblicuamente su objetivo. Impersonal es la negación de una voz singular y la afirmación de
una voz colectiva, que pertenezca a todos por no pertenecer a nadie, que no
excluya a nadie por ser inconfundible con los sentimientos o el habla de un
solo individuo. Impersonal es una voz
que se divide, se transforma o se anula en una diversidad de voces sin
sustancia única, sin identidad definida, vehículo de la totalidad aleatoria del
lenguaje, espacio, a su vez, del turbulento oleaje de la conciencia. Su
dificultad es también su abrigo; su rareza, su acogimiento. En ellas cabemos
todos, porque todos participamos de esa explosión de asociaciones y silencios;
porque esta voz carece de dueño, o más bien porque esta voz es su propio dueño.
Pero
no solo en «Lagar» revela Ángel Cerviño claves de su poética, que explican sus
aspiraciones y algunos de sus mecanismos expresivos. En «Human verification…»
–que se inicia con un verso en inglés, que es, en realidad, una leyenda
informática: más juegos especulares, más dualidades antitéticas: el castellano
y el inglés, el ser humano y los ordenadores–, «el yo lírico se mueve en
círculos a la manera pugilística / tiende a desdoblarse tras cada revuelo //
acumula mutismo en su faltriquera / toma en préstamo –hace suyos– los gestos
reglados del neófito». El pasaje es diáfano: movimiento, asedio, desdoblamiento,
silencio, apropiación. A eso se entrega el que nos habla en –o desde– el poema.
No a un flujo pautado, a una percusión regular, a una construcción que conozca
el consuelo de la costumbre y el ritmo, sino a una busca, entre puñetazos, de
lo lateral, lo ajeno, lo impropio.
En el poema siguiente, «Cómputo de
modales y arreos», «los vocablos acuden en tropel a los reclamos / sintáctico
se encrespa el oleaje / sube la marea léxica y no se hace pie en el poema».
Otro dinamismo nos asalta aquí: el de un vocabulario que se precipita a la
llamada del lenguaje; el de un tumulto verbal legislado por el acto de decir,
del mero decir desnudo, privado del consuetudinario caparazón emocional, para
que eclosione otra emoción, fría y estruendosa. También la sintaxis se alborota,
candente de colisiones y resonancias. Ambos, léxico y sintaxis, se traban en un
combate –o un baile– de mutuas excitaciones y desenlace incierto.
En «Rellano», el poema se
identifica con una escalera, esto es, con una ascensión. Pero en esta subida
suceden cosas imprevistas: se hace resbaladiza, se avienta la certidumbre (que
aparece partida en los versos: «certid / umbre»; no hay, pues, certezas: el
poema las fractura) y se tuercen los renglones. Las líneas, pues, se quiebran:
no sostienen, sino que decantan: inclinan al vacío, alumbran la caída. Por fin
leemos: «se arisca el verso / pendenciero
imanta / raspaduras de álgebra» y, en los versos que lo completan al pie de
la página, «quizá la incurable extraterritorialidad del poema no ofrezca ya el
cobijo suficiente». El verso, conflictivo, atrae, no obstante, exactitudes: las
atrapa con su telaraña electromagnética. Lo pugnaz no es incompatible con lo
matemático; la aridez no excluye la precisión. Y el poema, arrasado, se hace
casa. Sin redondeces, sin amabilidades, sin arpegios, su intemperie nos abriga.
Pero
es en el poema «Hebra», de la segunda parte del poemario, «Rótula»
–significativamente, una articulación–, donde más extensamente ese yo lírico
que pelea consigo mismo, y con el lector, descubre sus principios: «se tienen
fundadas sospechas acerca de que pudiera el significante estar trabajando / en
secreto y a tiempo parcial / por cuenta del inconsciente / siempre ladino este
/ aprovecharía para sus disfraces los restos sonoros de aquel / el exceso de
goce que distrae la adecuada gestión del contenido / y todos los excedentes
rítmicos que enmarañan la circulación de sentidos y aproximan el decir al canto
/ así burla controles / siembra de dudas la trastienda…». Entre frases hechas,
que conjuran el peligro del confesionalismo, Cerviño reconoce el peso del
inconsciente en la gestación de los poemas. También alerta de los peligros de
una poesía cuya melodía trastoque o deforme el mensaje: un mensaje que es, y ha
de seguir siendo, turbio y cristalino a la vez, como conviene a lo nacido en lo
oscuro, o en lo indeterminado. Se trata, en definitiva, de sembrar dudas y
burlar controles: lo sujeto a otras reglas de conocimiento, a otras formas de
comprensión, desafía al pensamiento común, y lo desacomoda; y los controles
–los que establece el lenguaje ordenado, que configuran una realidad impuesta–
existen para ser burlados: en esa chanza radica nuestra única forma de acceder
a una realidad distinta.
Para
sustentar el edificio líquido de Impersonal,
a esta dimensión teórica, diluida en la urdimbre de los versos, Ángel Cerviño
añade algunas recurrencias. A veces, se reconoce un entorno, o, si se quiere
–aunque el término sea vulgar y, por lo tanto, inexacto–, un tema. En «Contradanza
de ida y vuelta», por ejemplo, aparece el mar, al que el poeta asocia, en una
nota a pie de página, «el latido subacuático de la madre»: los fulgores
oceánicos son también placentarios; el agua del mar es el agua primigenia, el
agua de la vida. En las proximidades de esta misma agua encontramos, en otra
composición, un horno, una nueva metáfora de la creación. Asistimos ahí a «las
gélidas madrugadas de la fragua» y a la forja de los amarres, y vemos «el
corazón del yunque» y el «torrente del batán». Agua y fuego, dos de los elementos
esenciales de la naturaleza, se alían aquí para apuntalar un simbolismo de retumbos
existenciales. El agua, con su milenario bagaje simbólico –fuente: nacimiento;
río: tiempo; mar: libertad y muerte–, sigue estando muy presente en Impersonal: en «Palafito» se dibuja una
escena mitológica –Narciso, las náyades– de gran vitalidad cromática y potencia
casi teatral; y en «Desde el faro» resuenan el ahogado más hermoso del mundo,
de García Márquez, y el mar que recuerda a todos sus ahogados, de García Lorca.
En «Ordalía», en cambio, la protagonista es la tierra –otro de los cuatro
elementos de Empédocles–, envuelta en connotaciones agrícolas, y vuelve a serlo
en «Dador de jungla», aunque ahora transformada en selva, en la que un «macaco
metrónomo (…) pajarea la bruma». En
otros lugares del libro, en fin, ciertas correspondencias enhebran los poemas.
En la sección «Rótula», por ejemplo, algunos se disponen en parejas por su
cercanía funcional u orgánica: rótula-médula, pleamar-bajamar, atajo-rellano. Y
otra composición, «A sabiendas», describe una escena de circo, en la mejor
tradición ramoniana y dadaísta. Lo perturbador de estas piezas no es su objeto,
más o menos reconocible, sino el hecho de que convivan con otros poemas al pie,
con los que no parecen guardar ninguna relación referencial –al menos,
explícita–, pero que, sin embargo, forman parte de ellos. Esta existencia
bífida genera una dislocación, una esquizofrenia transitoria, que niega la
claridad y estorba la comprensión. Pero esta resistencia a lo inmediatamente
inteligible supone, como todo en Impersonal,
la reivindicación de otra inteligencia: la que se desprende de toda adherencia
de sentido y persigue un sentido prístino, un significado desnudo, como una
mano que redescubriera el tacto rozando una plancha vacía o una lámina de
hielo. Las recurrencias, por otra parte, no son siempre temáticas: también las
observamos sintácticas o estructurales. Cinco poemas de la primera sección
acaban con un versículo anafórico: «estos son los/las cuatro…» (estados,
nombres, tonos, llamadas, sobresaltos); y, varias piezas más allá, un sexto lo
reitera, en pasado: «estos eran los cuatro cambios de humor…».
Más
curiosas son las referencias religiosas con las que nos encontramos a lo largo
de todo el libro: en un poema se menciona al Maestro, el crucificado, el
ungido, pero mezclado con coloquialismos, anglicismos y humoradas. En otro se
recuerdan las tres veces que negó Pedro al Señor, aunque la negación no recaiga
esta vez en la divinidad, sino en una realidad insignificante: «Tres veces negó
su apodo…». El siguiente poema es una parodia del juicio de Judas, que acaba ahorcándose
en una higuera, aunque ahora el árbol sea «de atrezo». En «Sudoroso y bien
barbado», «el buen dios» se muestra violento y hasta homicida: chapoteando en
sangre, «trasquila generaciones», aplasta naciones y, «ebrio de Sí, vomita
plegarias». Lázaro asoma en el poema siguiente; la zarza ardiente, en «Rótula»,
el primero de la sección homónima (donde arde en una sala de espera); la
Anunciación, en «Rellano»; y el Árbol del Bien y el Mal, en «Métrica de las
estaciones», donde, por cierto, alguien lo está vareando «sin mucho provecho».
En «Acqua alta», el poema al pie es otra parodia, ahora del Génesis y el relato
de la Creación. Y, en fin, salmos, vicesalmos, sermones, ángeles y oficios
salpican otras composiciones, en un revelador frenesí de alusiones trascendentes.
En todos los casos se rebaja la grandeza del lenguaje bíblico: Cerviño mezcla
las fábulas testamentarias y a sus protagonistas con un discurso no solo
fracturado, sino desmentidor y hasta burlesco, desprovisto de toda aspiración
ultramundana, y relativiza así, paradigmáticamente, las narraciones absolutas,
los sentidos inmanentes, el lenguaje inalterable.
Otro
círculo referencial que arropa los poemas de Impersonal lo integran las alusiones a personajes de la historia,
la literatura y, sobre todo, la mitología grecolatina, con Acteón, Diana,
Orfeo, Eurídice, Narciso y Afrodita. La intertextualidad contribuye a diluir el
perfil subjetivo del poemario y a enmarcarlo en un discurso comunitario,
constituido por los relatos del patrimonio artístico universal. El ocasional
recurso a otros idiomas –inglés y francés– se suma a este mecanismo de
extrañamiento, que sitúa el texto en un ámbito de influencias ajenas y hasta
incomprensibles.
Pero
en Impersonal no solo se manifiesta
alguien cuya intención consiste en deshacer las expectativas para crear una
realidad nueva, un espacio, entrecruzado por asperezas eléctricas, en el que el
lector desarrolle otro estar con el
lenguaje y, por lo tanto, consigo mismo. En Impersonal
radica también un poeta vigoroso, buen conocedor de los mecanismos
convencionales de la expresión, y muy capaz de dotarlos de un contenido pleno:
de renovarlos en cualquier página. Las imágenes exhiben, a menudo, una potencia
admirable: «el ungido vivaqueó en su calavera por un tiempo»; «anegadiza res de
aliento / labio-lirio del valle»; «desdentado se enjambra el viento». El verbo
se adensa en grumos silábicos en los que asoman neologismos –asaeteada projimidad / tú sola enturbias la
pleamar del lirio– y, a veces, en pasajes de enérgico lirismo, como, entre
otros, el poema «Bestia lunar»: «masticas oscuridad y hondura / océano /
coreografía sonámbula del agua / promediada por el viento la cabrilla de las
crestas / metódica persistes / es resquemor voraz de larva / inventario de
vegetaciones lentas…». Las preguntas retóricas se abrazan a los coloquialismos
–con frecuencia, exclamaciones: «¡aguafiestas!»,
«¡chitón!»– y, a veces, los poemas, o fragmentos de los
poemas, resultan hasta figurativos, como la nota a pie de página de «Orden del día»,
donde nos parece estar leyendo, bajo la forma de un falso diario, un brevísimo
fogonazo autobiográfico de un soldado: «en los cuarteles enjalbegados los
oficiales pasan revista a unas armas relucientes, los soldados saludan enteros,
con el pelo recién cortado y cartas de amor bien plegadas en el bolsillo del
tabardo…».
La
sección «Lagar», que cierra el poemario, tiene un interés singular, por cuanto
hace explícita la impersonalidad perseguida, y basada, no en la ausencia de la
personalidad, sino en su expansión interminable: en la pluralidad de registros,
en las voces apócrifas, en la batahola de yos. «Lagar», entre poética y
dramática, signada por el polimorfismo y la polifonía, reúne, «por orden de
desaparición», y con retranca evidente, al autor, al ensamblador omnisciente,
al yo lírico, al yo lírico suplente, a otro yo que pasaba por allí, al editor
–al que imagina refractario al texto y dedica una irónica pulla– y a una serie
de personajes indeterminados, pero que añaden acciones, intenciones o desvíos
al texto. Ángel Cerviño se desdobla, se multiplica, se deroga, para construir
un texto destructivo, que en su propia implosión dibuja un espacio invulnerable.
El estallido de Impersonal crea otra
solidez. La poesía de Impersonal renueva
el desafío de la poesía.