RECUERDOS DE MI
AUTOPSIA
Hay
una anécdota: una sala, un diván, alguien que escucha en modo psicoanálisis.
Pero Meltemi es mucho más. En ese
interior de celulosa y tintas, porque de interior se trata, las palabras salen
como si fueran a buscar sin conocer direcciones, un paseo en plan flâneur por la enormidad de lo nombrado.
Se les da un ligero empujón, y ¡hala, al mundo, a desenvolverse las palabras
entre representaciones y silencios! Algunas regresan, otras buscan una compañía
distinta, otras caen rendidas en el tiempo. “Ellas cantan y nosotros movemos
los labios”. Última llamada para que empiece la sesión.
El
poema de Cerviño nunca es un resultado. Intuyo que él desea hablar de
encrucijada, pero en los cruces de caminos hay que decidir un rumbo. Cerviño
elude esta decisión, casi arrastrado por la fuerza de su propia escritura. El
poema se dice a sí mismo, para decirse de modo distinto. Sin duda avanza, pero
en cualquier dirección, quiero decir que también avanza, y con suma frecuencia,
hacia la molécula, el protozoo de la palabra. Los preliminares de la
significación. El amnios del lenguaje: “/ la palabra originaria era un Todo
universal girando pleno en torno a la luz inagotable del sentido /”. En ese plasma se mueve, indeciso y desvalido,
claro está. Lo mismo y su contrario para decirse. La verbalización de un deseo
que comparece para buscar el principio, el momento en que el lenguaje y sus
referentes acuden en auxilio de un sujeto. A partir de ahí, silencios
incendiados.
Meltemi + Tomas falsas, el
último libro de Ángel Cerviño. Cualquier comentario es inútil si se reduce a su
excelencia. Yo hablaría de temeridad, un arrojarse por la ventana de las
palabras. Vemos su caída, nos alcanza. La dispersión forma parte de su
quehacer. Quiero imaginarlo moviéndose de un lado para otro, buscando esquinas,
huecos, vacíos en la textura, como si estuviera colgado de una bóveda e intentara
alcanzar los extremos. Queda ya dicho: la dispersión forma parte de su registro
poético. Averiguar cuál es la materialidad de esa parte es casi labor de la
ciencia, la física nuclear o la ingeniería genética. Por eso decía que Meltemi es mucho más que una sesión de
conciencia compartida con un interlocutor. El viento, ahora Meltemi, antes
Nordés y Bura, es casi la única seguridad.
Teoría
poética. Poesía posicional: desde algún lugar buscar la razón de alguna
existencia, aunque no necesariamente la suya. Se basta con que otros ecos
adopten su ritmo. Es una poesía muy poco conforme con las orillas. Desborda. No
hay llegada, la palabra se queda, buscándose, intentando alianza con lo
reconocible. Es un río que no va a dar al mar.
.
No
es extraño que el autor, como en los apartes teatrales, salga de la escena para
evidenciar que no hay enunciación estable (1). Es decir, se retira. En ese instante, texto y autor parecen
seguir cursos distintos, aunque ambos se baten en retirada. Parecen regalar el
espacio físico que ocupa la página. En la deriva, en el garete, queda cualquier
significación. Pero cuidado: queda y esto es de una crucial importancia que
luego abordaremos. Toda esta escenografía suele ir acompañada de una edición en
forma de notas a pie de página, como sucede en algunos de sus libros. De la
necesidad de exégesis y escolio se deduce que el texto necesita, al igual que
en los clásicos, una amplificatio, en
evidencia de la escritura nunca definitiva. Voces en off, contrabando del nombrar, insurrección del significado,
apostasía del verbo…. “/ Dos se besan con ardor y cada uno pertenece a una
historia diferente /”.
La
destrucción puede ser admirable, incluida la de la infancia. El ave fénix arde
en la hoguera de su propio excremento. La crítica solo es posible como crisis,
revolviendo en el derrumbadero, buscando en las cenizas. Desde ese momento de
búsqueda, la literatura pierde su justificación, como decía W. G. Sebald (2).
Crítica sobre la obra arruinada, sobre la ceniza. Es la señal de la existencia
destruida. Solo quedan indicios y el arte únicamente es posible a partir de esa
ceniza, comentaba Walter Benjamin (3). El ave fénix incendia a su padre sobre
una hoguera levantada con su propio estiércol. Ese ave fénix solo caga canela,
escribía Catherine Clément para aludir a Jacques Lacan. Ángel Cerviño pasaba
por ahí, tal vez manos en los bolsillos, y decidió, también en pira
sacrificial, escribir un poema, un inventario heteróclito del “yo”, en
definitiva (4).
Desde
Locke y su Ensayo sobre el entendimiento
humano se conserva la ecuación identidad personal y memoria. Yo soy por
ahora el lector, y hago del texto, por tanto, un sayo, una capa y un entero y
esmerado ajuar. El libro de Cerviño no se circunscribe, únicamente, a la ya
canónica dispersión del “yo”, sus residuos erigidos en un lenguaje a golpe de
deseo y necesidad. La idea de la memoria como cajón de sastre roza lo manido,
lugar común de cualquier discurso que se pretenda inquieto, no acomodado a la
tradición. Vano empeño, desde el momento que la redundancia es la credencial de
casi cualquier comunicación.
Como
en toda autobiografía, Meltemi
necesita del pacto del que hablaba Lejeune: quedemos, como acuerdo entre
personas de bien, en que la voz dentro y fuera del texto coinciden (5). En este
sentido Cerviño se acercaría a la impotencia magistralmente creativa de algunos
místicos. La incapacidad de expresar aquello que solo se intuye, se presiente,
la sombra de lo que fue ensueño, y acaso ni eso. Esto es muy serio, y de
centenaria formulación. La ecolalia y la glosolalia son enfermedades del
lenguaje. ¿Habrá una medicación específica que sane la lengua? Paul Ricoeur
hablaba de que solo es posible el “yo” a través de una narración (6). ¿Qué
pasa, entonces, cuando la lengua nos es insuficiente o poco capaz o convalece
de enfermedad? Confiamos en los fármacos, en la terapia y en la cercanía de los
amigos, necesitamos que alguien escuche el relato de lo que pretendemos ser:
ese alguien se encarna en el interlocutor, el oidor, no pocas veces en la
oración al vacío. Como telón de fondo, allá, en la recámara, la soledad y sus
adjetivos. Meltemi es un libro
excepcional, diría convencido que lo es toda la obra de Ángel Cerviño. Uno de
los mejores, sin duda.
“Mejor
vuelvo a empezar”, dice varias veces comprometido con su propio relato. Estoy
empeñado en sacarlo de las excelencias de las hornadas de última hora. Ubicarse
en la urgencia del “ultimismo” es
relativamente sencillo, basta con algo de astucia, sondear en lo que se
cree margen y buenas dosis de retórica y tono. Nada distinto desde el
Renacimiento italiano, pero suele ignorarse.
Uno
de sus libros se llama ¿Por qué hay
poemas, y no más bien nada?, fase previa de este Meltemi que empuja desde popa. Es frase de Leibnitz, después de Heidegger.
¿Por qué hay algo, y no más bien nada? ¿Por qué hay ser y no más bien nada?
¿Por qué somos en vez de una nada paradójicamente totalizadora? Antes
hablábamos de que en esta poesía algo queda, sea como adherencia, residuo, sea
como entropía de la significación. Pero entropía significa desorden. Firmamos
en cónclave que el sentido no es una certeza de lo previo, jamás una aspiración
del poema. Sin embargo, en la poesía de Cerviño esta basura, y él se reconoce
en esta labor de recogida y reciclado, tiene una valencia, gramatical y
biológicamente hablando (7). Esta escritura tiene una evidente preocupación por
lo que hay más allá de cualquier designación. He ahí el problema, he ahí el
origen de su grandeza: la materialidad de su pregunta, la razón del poema, de
su voz, de todo aquello que lo acompaña. Aduzco como prueba de lo que expongo
una de sus preguntas más directas: “¿qué clase de verdad enuncia la poesía?” (8).
Cualquier respuesta irremediablemente se avendrá mal con el canon de la
disidencia, sonará a holderliano rastreo. El poema es una reunión de ecos,
nadie podrá discutirlo, pero son ecos que dejan impronta, tibio rescoldo. Por
ahí cabe el husmeo, se intuye cierta entraña. Es una teoría poética, pero
también una teoría del deseo. El prólogo de la voluntad.
El
libro empieza con un cálculo de lo que durará la sesión: una hora, veintiún
minutos y treinta y dos segundos. Demasiada velocidad. Tenemos un paciente que
habla y aquel que escucha desde un silencio en blanco, página por estrenar o
pared de cal. Las tres primeras palabras son “no sé / quizá”. Las tres última
“claro que sí”. ¿Mejoría? ¿Ganas de terminar? ¿Fin del historial clínico? Tal
vez así fuera en su día, ahora con las Tomas
falsas se reabre el caso. Una recaída, una secuela, la fiebre recurrente.
En las primeras líneas tres veces aparece la conjunción “mientras”, y en la
segunda línea el adverbio “simultáneamente”. En esa temporalidad sucede el
poema/sesión, en el durante, en ese
espacio cabal que va entre el antes y
el después, territorio del gerundio,
de lo que no encuentra un cierre adecuado y completo. En el eco, en las
afueras, en el desecho, en la huella y en el arcén, en la renuncia a la poesía
bonita y bien dicha: hay se localiza, también, la escritura. He escrito
“también” colmado de conciencia, por el apremio que siento de situar toda la
obra de Cerviño en un dominio superior a cualquier vigilancia, sea tradición o
sea vanguardia. Dos palabras ahora en bancarrota. A la poesía de la claridad o
del sentimiento se opone la del afán de discrepancia. En ambos casos, se suele
caer en ese lugar llamado común.
“Las
opiniones nos tienen a nosotros”, dice. Ya se sabe: ‘Los libros nos leen’. El
sujeto activo es, en el instante de su acción, sujeto pasivo, bien desde el
diván o bien desde la biblioteca. Todo sucede al mismo tiempo. El instante es
imperativo, y todo lo demás es memoria o hipótesis. Cerviño lo sabe, por eso,
por su persistencia en lo que es ahora,
vuelve una y otra vez sobre su escritura, alude a su error, la corrige, incluye
el matiz o la duda. Pura oralidad, la de una confesión a tumba abierta ¿Tumba o
cuna? Que lo diga el psicoanalista, que para eso cobra sus buenos honorarios.
En
pleno siglo XVI Teresa de Jesús escribía sus Moradas. En no pocas ocasiones la autora alude a su propia
escritura y al contexto en que se produce. El hecho de escribir se convierte en
una plena, plenísima conciencia del proceso, y no lo oculta, antes todo lo
contrario, convierte el decir y su vicisitud en un pliego de descargo: menciona
el momento exacto en que se desarrolla su escrito, pide ayuda sagrada para
solventar su mala memoria o su impericia para concretar lo que pensaba
escribir, aventura lo que tal vez vaya a decir en páginas más adelante, o alude
a la condición poco letrada de sus lectoras, o recurre a una deixis que reclama
cercanía, como si tuviéramos a nuestro alcance lo que allí mismo nos señala…
Una fascinante inseguridad por depender en exceso del recuerdo, que se le nubla
y del que desconfía. Es un diálogo en que el yo escribiente presenta sus cartas
perdedoras, sus trabas e impericias. Apuesto diez de los grandes a que a
Cerviño le interesan las ocho, diez líneas anteriores . Dice nuestro poeta: “/
cuanto más cerca de uno mismo se habla / más maliciosas e indóciles se vuelven
las palabras // […] / las palabras siempre están tramando algo / ellas tienen
sus propios intereses / conspiran en reuniones clandestinas / asambleas que se
celebran en nuestra mente / […] / aposta nos desorientan / se hacen las
encontradizas / saben muchas historias de ausencia / […] / y toda confesión
acaba convirtiéndose en un decir fallido”. Diez mil reales de vellón a que
Teresa de Cépeda llamaría por teléfono a Cerviño solamente por esta última frase.
Alguna
vez, con tiempo, intentaré establecer equivalencias entre la poesía de Cerviño
y la literatura de los siglos XVI y XVII.
Hay
quien habla de poesía que comunica, en contraste con la que se considera
ilegible. En esa ilegibilidad encuentro yo la cercanía que para sí reclama la
claridad y el sentimiento manifiesto, fundamentalmente porque el lenguaje
poético intenta desprenderse de la funcionalidad del habla cotidiana. La poesía
‘resemantiza’ lo que la comunicación convirtió en yermo. Lo contrario radica en
un lenguaje poético que amplia tanto el sentido de la palabra, que se adentra
en el firmamento de lo inefable, aquella característica/incapacidad del
místico. El anhelo de una lengua abierta, aunque solo sea una rendija, ya es
motivo de mi elogio. En Cerviño lo está, pero de par en par. Se trata de la
resistencia de “Los Oscuros”, dice él, de los “enemigos de la Claridad
Pública”, perseguidos por la dependencia secreta de los Servicios de Seguridad
Verbal. En este Régimen de Claridad, el gobierno ha traducido a lenguaje
simplificado toda la historia de la literatura. Como buen psicoanálisis, la
ficción es el estambre de la confidencia: “yo creo que Freud fue uno de los más
grandes novelistas del siglo XX”, afirma tan campante.
Meltemi + Tomas falsas se inicia
con un verso de Paul Celan: “estábamos muertos y podíamos respirar”. Es difícil
empezar de mejor manera. Como en cualquier relato onírico, se impone la lectura
“letética”, aquella en la que el lector asume la postura de suspensión de su
incredulidad, como la de ese relato de aires hindúes de Thomas Mann en que dos
jóvenes se intercambian las cabezas (Las
cabezas trocadas).
Y
al final el libro es un mar muerto en el que flotan las “palabras ahogadas /
inertes / flotando boca abajo en el fragor sin reflujo de conciencia”. La
imagen es arrolladora. Lo es toda la obra entera de Ángel Cerviño.
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(1) Por ejemplo el poema “Margen”.
En Impersonal. Madrid: Amargord,
2015.
(2) W. G. Sebald. Sobre la historia natural de la destrucción.
Barcelona: Anagrama, 2003. 61-62.
(3) Jean Louisse Déotte. “Scheerbart,
la cultura del vidrio”. En Catástrofe y
olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Santiago de Chile: Ed. Cuarto Propio,
1998. 172.
(4) “El ave fénix solo caga
canela”. En El ave fénix solo caga canela
(y otros poemas). Barcelona: DVD, 2009.
(5) Philippe Lejeune. El pacto autobiográfico. Madrid:
Megazul-Endymión, 1994.
(6) Paul Ricoeur. Sí mismo como otro. Madrid: Siglo XXI,
1996.
(7) “Trapero o poeta, a ambos
conciernen los desechos” (Walter Benjamin). En Exogamia. Cáceres: Liliputienses, 2017.
(8) Nota a pie de página del
poema XXXII. En Exogamia. Cáceres: Liliputienses, 2017.