En mi caso la
historia se gestó por una suerte de voluntad ajena: mi familia fue un poema.
Crecí en una
casa adonde se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en
croata. Y dado que en casa todos eran
migrantes, dejé la infancia sin saber bien de dónde provenía ni adónde había
llegado. Desde muy pequeño experimenté la extraña sensación, a veces terrible,
de ser el “proveniente” no de otro país, como fue el caso de mis progenitores,
sino de una suerte de limbo o de mundo paralelo. No hubo nada ni nadie que me
ayudara a disipar las dudas sobre mis orígenes. Muy por el contrario, quien lo
intentara conseguía solo que todo resultara aún más complejo. Fue un
pandemónium.
En ese entonces,
a mí no me interesaba tanto conocer el sentido de las cosas que pudieran
rodearme, todas, para mí muy extrañas, sino poder comprender el idioma a través
del cual querían hablarme. Ocurría que, en casa, por ejemplo, un día, flor resultaba igual que decir fiore o cvijet (dependiendo del estado de ánimo y de quién lo dijera) pero,
paradójicamente, solamente en nuestros parques yo podía encontrar esos brotes
bermejos de esterlicias, cuyo color paradisiaco alumbró buena parte de mi
infancia. Entonces un día, igual que el viejo Parra, decidí que todas las
flores debían llamarse simplemente, esterlicias.
El sonido de algunas palabras me cautivaba de una manera inexplicable. Siguiendo con esta fórmula, quizá un empeño
manco para rebautizar el mundo, todos los pájaros pasaron a llamarse alipálidos, las nubes, núboles, y los distintos sonidos, que
arbitrariamente decidí como los propios para reconocer las cosas, con el tiempo
se fueron transformando en inesperados generadores de sentidos para así
enfrentar la realidad —y empezar a descubrir que hablamos en un lenguaje que no
existe. Sin quererlo me convertí en traductor y, siendo muy joven, empecé a
intuir, aunque de un modo incipiente, a la poesía como el arte de la traducción
de lo invisible—pero esto recién lo comprobaría muchos años después.
Mi nonno, Onorio
Ferrero, representaba para mí a la sabiduría. En su estudio uno podía encontrar
incluso textos incunables, escritos en sánscrito, esperanto y chino
mandarín. Onorio dominaba once idiomas,
lenguas muertas incluidas, y en aquel recinto—casi un templo para mí—sobre un
atril de caoba, como uno de esos que encontramos en el altar de ciertas
iglesias, descansaba un libro voluminoso, el cual parecía custodiar celosamente
el lugar. Su canto era de color granate oscuro y revelaba su título grabado en
letras relucientes de pan de oro. La edición del mismo era de 1832.
Incluso antes de
saber leer me aproximaba a su rincón con sumo cuidado. Lo que me subyugaba,
aparte de la ubicación privilegiada que se le había elegido, eran los dibujos
que escondía, los que mostraban escenas terribles, pero, al mismo tiempo, tan
perfectas, que uno no podía hacer más que admirarlas intuyendo que, tal vez, en
cada una de ellas, había mediado la mano inefable de lo sagrado. ¡Qué duda ¡en
aquel libro—pensaba, iluso—se encontraban las Sagradas Escrituras.
Unos años
después de esta revelación, en el colegio—tuve la buena o mala suerte de
estudiar con los jesuitas—se nos mencionó la palabra “biblia”, como el libro
que cual, pretendidamente, se revelaba mi hallazgo. Comenzaron los problemas.
Yo creía que ese libro, en cuyo lomo se había inscrito otro título, era
denominado popularmente así, la “biblia”. Estaba tan convencido que el día en
que mi Padre Espiritual me preguntó si había leído, al menos una vez, algo de
las Sagradas Escrituras, y era capaz de recordar una parábola, o cuando menos
el pasaje de una, sin dudar, declamé orgulloso: Del camino a mitad de nuestra vida/ encontréme por una selva oscura, /
que de derecha senda era perdida. No tuve tiempo de referirme a la
parábola—en ese entonces no sabía aún qué era una parábola— de Francesca Di
Rimini, ni tampoco para hablar de la belleza de Beatrice Portinari. Y casi el
suficiente para ocasionar una muerte por asfixia, pues el Padre Vicente, un afable
octogenario, casi ahoga a causa de tantas carcajadas. Hoy puedo afirmar que La
Divina Comedia fue para mí un libro sagrado, aunque no aquél sindicado por el
catolicismo.
Quizá por el
ánimo de reivindicarlo decidí escribir uno que, siglos después, pudiera ser así
considerado. Empecé a trabajar en su edición. Diariamente, y esto al menos
durante unos 5 o 6 años ininterrumpidos. Garabateaba viñetas, escribía pequeños
textos, algunos de ellos alusivos a esas ilustraciones, en otros, mamotretos
carentes de cualquier sustento, en los cuales el italiano y el español,
aparecían fundidos en una sola amalgama. Reunía “mis lenguajes” en un solo
bestiario. Cuando quise detener esta práctica ya fue tarde. En las imprentas de Jaime Campodónico se
había horneado mi primer libro, uno que no refleja mi verdadera intención, y
que, como todo libro de juventud, provoca en mí ese insoportable pudor, salvo
que uno sea francés y se apellide Rimbaud. Fue en 1988. Cinco años antes, la
caída de los precios de los metales inició una preocupante crisis económica,
reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte
aumento de la inflación y la devaluación del sol. Arreciaban los fuegos de la
guerra interna, que cesarían “oficialmente” en 1992 con la captura de Abimael
Guzmán, luego de que los enfrentamientos entre las fuerzas sediciosas y las
oficiales, dejaran un saldo de 70,000 víctimas, entre muertos y desaparecidos.
Por ello, suelo decir, que los poetas de mi generación empezamos a escribir
entre cadáveres. Mientras campesinos inocentes
morían en los poblados rurales de Chuschi o Huanta, en casa se hacían y
deshacían planes de emergencia. La posibilidad de migrar siempre estuvo latente,
era lo natural. Podía ser a Italia, aunque Yugoslavia también nos ofrecía la
vieja casa familiar. Justo cuando mi padre terminó de decidirse a emprender el
viaje de retorno, volveríamos a la casa de los Medo en Dubrovnik, se inició el
conflicto armado entre croatas y bosnios. No hubo más Yugoslavia. Mi padre
quedó sin país. Mientras que la idea de Italia se vino abajo pues mi nonna
llegó a la conclusión de que aquella, la de sus recuerdos, no tenía mucho en
común con aquella del imperio de la Fiat. No hubo más dónde partir y, en un
plano más íntimo, adónde pertenecer.
Si el Perú se
desangraba herido por causa de la guerra interna, Yugoslavia pasó a convertirse
en una recién difunta. “Hay que encaminarse”, solía repetir mi padre, pero el
Perú no es un país fácil, y menos para un inmigrante. Los hijos de inmigrantes
crecemos a la par que la melancolía por lugares que, pese a quererlos, sabemos
que nunca nos pertenecerán. El desasosiego que experimentaba entonces, y esto
era muy profundo. De pronto me descubrí como un outsider quien no dejaba de
preguntarse cómo construir un espacio en dónde mantener “vivos” los países que
la historia me obligó a tener que cargar a cuestas, había crecido con ellos
sobre el hombro; y qué hacer para mantener intactas sus culturas. Era muy
difícil pues había heredado la mayoría de sus tradiciones tan solo de a oídas.
Y al mismo tiempo el deseo de conservar el impacto que tuvieron en mí parecían
constituirse en un estorbo al querer cumplir mi sueño de pertenecer al país
adonde llegué. Cuando me encontraba al borde de la desolación, pues de nada
sirvieron los psicólogos a los que me llevaban casi como a un cobayo, con el
fin de experimentar “métodos alternativos”, apareció con la luz de la
revelación —una muy semejante a la que, años atrás, pude sentir frente al libro
de il Dante—pero también con las inevitables mezquindades de lo cotidiano, la
poesía. Me convencí de que, valiéndome
de ella, yo podría ser capaz de construir ese utópico espacio en el cual
mantener vivas las culturas que había heredado y, al mismo tiempo, empezar a
pertenecer al país, uno que me permitía ser un “anfibio”, es decir, respirar el
aire de mis realidades paralelas. Pero, poco a poco, empecé a comprender que
escribir poesía iba más allá, que se trataba de un oficio el cual,
constantemente, me exigía situarme al límite del lenguaje, casi a la salida de
lo dictado por una lengua y, muy probablemente, tener que resignarme a convivir
con la nada, perdido en el “territorio de lo indecible”, pues, lo creo todavía,
no existe, no puede existir, otro espacio propicio para “ser poeta”, tal como
lo insinué al iniciar esta charla.
Sin embargo, al
momento de conocer lo que escribían los otros —mediante diversas antologías de
bolsillo que versaban sobre lo conocido con un lenguaje más conocido aún— me
sentí muy a disgusto ante lo que parecía significar ser poeta. No me gustaban, no me gustan, los poemas. Yo buscaba, intentaba algo
diferente, tanto que, inclusive me sentí más cercano a las letras que, en esos
años —quizá los más fecundos para el rock en español— se podían oír gracias a
la frecuencia modulada: tu imaginación me
programa en vivo, /llego volando y me arrojo sobre ti, /salto en la música,
entro en tu cuerpo… “cometa halley, copula y ensueño. Por ello no es de
extrañar que fuese a través del rock, y su movida subterránea, que conocí a uno
de los poetas peruanos que más respeto y quiero: Róger Santiváñez —en aquellos
años, manager del grupo subterráneo Leuzemia,
mientras que yo, algunos años menor que Róger, componía letras con mi amiga
Patricia Roncal, María T-ta. Pero no debemos confundirnos: hay que aprender a
leer los textos no solamente como parte de un todo, es decir como parte de una
tradición. El riesgo de leer poemas exclusivamente “desde la tradición” –y no
por lo que exigen en sí mismos– es el de confundir tradición con sistema, un
sistema que legitima solo ciertos patrones de funcionamiento, aquellos que
entroniza el reseñismo por resultarles convenientes. El problema de leer desde
la tradición resulta muy similar al del especialista que actúa como un
sommelier, el cual recomienda determinado tipo de vino para determinada ocasión
y no por el aroma de su bouquet, sino por las semejanzas que este pueda tener
con una cosecha de antaño, siempre que sea de su agrado, algo totalmente
subjetivo.
¿Qué buscaba yo?
Exactamente lo que hoy: algo que no sea totalmente de la realidad —para eso
bastan los diarios colgados como piernas de jamón en los cordeles de los
kioskos amarillistas— pues, al menos para mí, lo poético era, y aún es, aquello
que consigue producir en nosotros tal asombro que termina por imponerse sobre
el orden lógico, incluso el que regula los sentidos. Un lampo que pude
encontrar en los campos de labranda surcados por el verbo de Martín Adán —a
quien conocí en un encuentro que fue para mí definitivo— en la música belliana
o en los reinos de Jorge Eduardo Eielson, poetas clásicos, de otras galaxias.
Seres de una especie que parece haberse extinguido.
En ese entonces,
expulsado de mi casa, sin terminar de comprender del todo la naturaleza del
país que me había tocado en suerte, e incapaz de sintonizar con la idea de una
militancia generacional, me decidí por apostarlo todo en la edición de ese
libro imposible, el que empecé a escribir en la pubertad, tal vez, para no
abandonar del todo la infancia, un terreno seguro, pero sabiendo, también, que
jamás lo concluiría. Así empecé a
construir mi invisible Babel.
Han transcurrido
los años y no quiero ser mezquino. En el Perú se escribe magníficamente “bien”
pero, para mí, esto no basta. Escribir “bien”, entre comillas, no garantiza una
buena poesía, tal vez sí, y solo, buenos poemas.
Hace unas
semanas un alumno me preguntó quiénes fueron mis maestros. Yo creo que un gran
maestro es ante todo un gran artista y hay tan pocos como hay grandes
artistas. Sin embargo, no podría dejar
de lado a la figura de Emilio Adolfo Westphalen, quien, además de gran poeta
fue un excelente ensayista, crítico y comentador de poesía. Tampoco a Javier
Sologuren ni a Jorge Eduardo Eielson. Al poeta uruguayo Eduardo Milán, con
quien, aparte de una amistad a prueba de balas, compartimos muchas visiones con
respecto a la significación de la poesía latinoamericana. A Raúl Zurita, sobre
todo a Zurita. Para que se formen una idea de la forma de ser de Raúl les
contaré algo: una tarde de Halloween recibí un email, en donde debía aparecer
el “asunto” del mismo aparecían una serie de signos de exclamación. Esto me
inquietó y me apresuré a leer el email: “Te cuento una policial querido Mauro. Anoche, en la más dura, nos
asaltaron en casa a las 11 de la noche. Yo estaba solo con el niño más chico y
a la Paulina la encañonaron cuando entraba el auto. Entraron así. Eran seis tipos con máscaras de Halloween y todos
con pistolas. Nos amarraron y nos cubrieron con una frazada, pero no nos
hicieron nada fuera de los empujones. Se pelaron el auto, tres computadoras,
unas cuantas huevadas más: equipos de música, DVD, ‘joyas’, pero lo que no
cacho es que se hayan llevado mi cagada de celu que era del año de la corneta.
Como uno es muy loco yo recién había terminado un poema y como me iban a pelar
el compu lo recitaba de memoria mientras nos asaltaban para que no se me
olvidara. La gran suerte es que la hija mayor no estaba, se había quedado a
dormir con una amiga, porque allí el cuento podría haber sido totalmente otro.
Tiene 16 años y es muy bonita. Menos mal. El pendex chico me impresionó, no se
le movió un pelo. Hoy día almorzamos fiado en un restaurante de cerca porque
nos dejaron 0 absoluto.
Nada hermanito, te lo quería contar porque con todo, fue emocionante.”
Los autores peruanos
que me interesan responden al sambenito de lo insular —Reynaldo Jiménez,
Magdalena Chocano, Roger Santiváñez son algunos. Curiosamente, aparecemos
reunidos en la antología de Eduardo Milán Pulir
huesos. Entonces tendría que suponer que, como ellos, pertenezco a esa
estirpe insular, aunque no sepa bien lo que ello signifique. Se me ha llamado
“experimental”, “conceptual”, “neobarroco”. En México, en un estante de la
librería Péndulo existe una sección
destinada a los “libros raros”. Siento una extraña satisfacción de aparecer
situado ahí. No porque se trate de un lugar especialmente privilegiado (para
nada) sino por los autores con quienes comparto este insignificante anaquel:
Eduardo Milán, Anne Carson, Reynaldo Jiménez, Néstor Perlongher….
Pese a la gran amistad que me une al grupo de los poetas neobarrocos, yo creo
más en obras que trasciendan el lastre de lo literario, que sean capaces de
cruzar esa frontera. Lo intenté con Manicomio,
reincidí al componer Dime novel y después
con Las interferencias. Mi propuesta trasciende el concepto de libro,
una publicación solo garantiza orden, limpieza, poner en evidencia. Es
ecología. La escritura de una obra, insisto va más allá. En la mía intento
fusionar caóticamente los géneros, que coexista lo que pude haber escrito en
cada uno de esos libros, con lo que pude haber prosado en un ensayo —incluso
por una determinada coyuntura— y con lo aquello que declaro en una entrevista,
aunque, a veces peque de entusiasta o parezca muy ingenuo.
Recuerdo unas
declaraciones de Dylan, creo que las hizo para David Gates: Yo no soy las
canciones, decía. En tal sentido, yo no soy los poemas. Ellos son receptáculos
que se quiebran entre esos poemas y su fricción con la realidad: eso es lo
verdaderamente poético. Quizá esto pueda explicar por qué en Latinoamérica
exista tanta riqueza lingüística. Lo poético no puede más que ser eso: lo
poético. Y si tuviera alguna función, solo si la tuviera, esta sería la de
salvarnos de la catástrofe y no para alcanzar la gloria, sí la sobrevivencia.
De lo que se trata es de contar con los recursos necesarios para saber
distinguir lo que es poético de lo que no. Lo antipoético es otra cosa. Lo
no-poético es despertarse para trabajar (trabajar, si no resulta kafkiano,
puede ser poético) o responder al celular. Lo poético es lo infinitamente vivo,
desordenado y caótico. Es aquello que jamás podrá encontrarse como algo
preconcebido dentro de un plan. Se trata de aprender a esperar lo inesperado,
de lo contrario no lo podrás reconocer cuando llegue. Eso lo aprendí con mi
abuelo. Es aquello utilizado para dar testimonio de aquello que no se puede dar
testimonio. No en español, tal vez sí contra el español. En tal sentido, el
poema traduce la historia, aunque, a veces, deba o quiera valerse de palabras
que no existen. Un poema —decía Pessoa—
es una impresión intelectualizada, o una idea transformada en emoción,
comunicada a los otros, por medio de un ritmo. Este ritmo sitúa a la poesía
fuera del idioma, es extranjera, como dije antes, pero ¿qué significa esto? El
oficio del poeta es extranjero en la medida que, desde fuera de lo dictado por
la norma hasta que su lenguaje recupera su condición de “productor de sentidos”
y sea capaz de traducir objetos reales a través de su precisión y que, al mismo
tiempo son intraducibles, esta es la gran utopía de la escritura.
Lo que vale para
mí es la escritura, así a secas. Es allí donde intento hablar desde mi
pertenencia al país donde nací, pero en consonancia con las tradiciones de las
culturas, a las que no he dejado, ni dejaré nunca de pertenecer. Soy un
anfibio. Y, hoy, consciente de mi condición, cada vez que me esfuerzo en volver
a levantar la torre que sé, felizmente, se derrumbará, me encuentro ocupado en
una acción que, para mí, implica volver a decir el mundo, tal y como lo
aprendí, es decir, con ese lenguaje, torcido, inestable, desestructurado. Al
expresarlo, hoy de un modo muy diferente, estoy reafirmándolo, y con él a la
identidad y la memoria. Es la sombra de un hecho: la vida misma.
Aún conservo la edición de La Divina Comedia. Pero esto ya no tiene mucha
importancia. Luego de muchos años, puedo decir que pertenezco, lo sé cada vez
que escucho a Ludy, o simplemente la contemplo, casi distraídamente sin que
ella se dé cuenta, o también, por qué no, cuando discutimos, y luego, hablando
a solas conmigo, me repito en silencio: hoy tengo un hogar.